Tomado del libro: VIAJES, de Rafael Marcelo Arteaga, Rammar Editores, Quito-2005
-Para mirar el corazón de un hombre hay que darle poder-. Respondió Confucio a sus discípulos, cuando éstos le preguntaron si podían confiar en Wang Shang, el nuevo príncipe de Zhongdu, para emprender las reformas del estado, que el sabio pregonaba durante sus viajes por la antigua China.
Los hombres de gobierno deben obrar con el ejemplo de sus vidas, aconsejaba a los alumnos, cuando las luchas entre los señores feudales aniquilaban el viejo orden de la dinastía Zhou y las ciudades, sumidas en la decadencia, alzaban sus murallas. Conspiración y guerras internas -que eran males endémicos- arrasaban poblaciones, generaciones enteras en la miseria; mientras una nueva clase social surgía de aquellas cenizas y se hizo fuerte con el hambre, con la desesperación de su gente por hallar un nuevo sistema de gobierno.
La vida de un gobernante, decía Confucio, es luz o es tinieblas a los ojos de los pueblos que buscan un espejo para alcanzar la prosperidad de sus vidas, de sus naciones, o seguir simplemente la ruta del precipicio. Un hombre en el gobierno debe tener cinco virtudes: bondad, honradez, decoro, sabiduría y felicidad. Ninguno de estos elementos va separado y ninguno está demás; si a vuestro rey le falta alguna de estas cualidades, tened cuidado de él, advirtió a sus alumnos, pues le falta todo; un soberano así no es bondadoso con sus súbditos, no es honrado con la gente que le rodea, no tiene la humildad de aceptar sus limitaciones, no gobierna con sabiduría y, por consiguiente, no es feliz, aunque tenga el poder en sus manos, sonría y hable con convicción de mejores épocas para su gente. Es una montaña de arena que no resiste las tormentas, es un árbol gigante con las raíces podridas, que al menor movimiento, arrastra en su caída a cuantos se cobijan bajo su sombra.
Así hablaba él a sus discípulos, una mañana de primavera, hace 2.500 años, junto a los árboles de bambú que rodeaban al lago; mientras los jóvenes, sentados sobre las piedras, escuchaban en silencio los consejos del anciano. Y ¡quién, sino él, para hablar con sabiduría en sus palabras! Confucio nació en el principado de Lu (actual provincia de Shandong). Perteneció al noble clan de los Kong, dueños de extensas tierras cultivables y de cuanto había en su interior, incluido los campesinos. Su padre fue magistrado y ello permitió que los hijos tuvieran una educación esmerada, hasta que los vencedores de las guerras entre señores feudales despojaron a la familia de sus riquezas y la expulsaron de la nación. El sabio se casó temprano, como era costumbre entonces; su pobreza lo llevó a trabajar de sirviente en el extranjero, hasta pagar las deudas que adquirió para salvar a su familia del hambre. Entrado en la madurez comenzó su carrera de maestro.
Siempre viajando por los principados que conformaban el antiguo reino, el anciano pasó la mitad su vida buscando esos hombres virtuosos y cultivados que pudieran desempeñar los altos cargos del gobierno y guiar al pueblo, igual que hermanos mayores, a través de su ejemplo personal; lecciones de sabiduría y humildad que la clase dirigente de hoy en Ecuador ignora y en vez de ello se esmera por cultivar la ignorancia, la miseria de su gente, porque estos dos componentes significa para ellos cien años de gobierno a espaldas del tiempo, del progreso; sin mirar las lecciones del pasado, ciegos ante el brillo de la luz en sus ojos, cuando el futuro abre sus puertas y deja entrar en su nave de fuego sólo a quienes están despiertos.
El guía de una nación –insistía el sabio- debe cultivar su sensibilidad con la lectura de los autores clásicos, debe escribir con su puño los mensajes y enjuagarse la boca antes de leerlos a su pueblo, debe tomar la escoba y empezar por limpiar su casa. La música es meditación, es energía, lo mismo que el retiro, que en esa época tuvo funciones ceremoniales en las prácticas del Estado. ¿Qué libros leen nuestros gobernantes? Si acaso leen. ¿Qué música llena sus espíritus? La tecnocumbia en los portales del palacio, los inmensos parlantes, las luces con ingenuas jovencitas de pocas prendas o casi nada, bailando al ritmo del cheque en sus brassieres.
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-No porque tú has llegado al poder, comenzó el mundo-. Amonestó Confucio a Wang Shang, príncipe de Hengshui, cuando éste llegó con sus soldados a Píen Ching, e inflado de soberbia con la victoria en sus manos, mandó a decapitar al ejército enemigo, junto al rey y su familia.
-Se cauto con la boca y firme con la mano- Insistía el anciano. -Que el pueblo llegue a respetarte, no a temerte, pues tal fue la costumbre de sus antiguos gobernantes.
Pero en su corazón sólo había vanidad; no escuchó las palabras del sabio, y apresuró a sus hombres a cumplir la sentencia para demostrar su fuerza a los campesinos, con fin de evitar futuras sublevaciones.
Quince años más tarde, su vida y la de sus hijos corrieron la misma suerte: Xiao Fang, príncipe de Jinan, discípulo además de Confucio, invadió el reino de Píen Ching y lo anexó a sus dominios. Las palabras de Wang Shang fueron borradas por completo de la memoria de los campesinos que él humilló durante sus años de gobierno –aunque bajo el dominio de la dinastía Zhou. Los templos que él mando a construir (las paredes con relieves de oro, las columnas de mármol, los tallados de madera adquiridos en la isla Han) fueron demolidos con el mismo entusiasmo que habían sido edificados: piedra tras piedra.
Pero en esa época no llovió en la nación, los grandes ríos que alimentaban los cultivos disminuyeron su caudal y los campos dejaron de producir, lo que afectó de inmediato a la estabilidad del nuevo régimen. En pocas semanas, el sanguinario Xiao Fang fue derrocado tras una revuelta de campesinos hambrientos que abandonaron sus tierras e invadieron las ciudades en busca de comida, pidiendo a gritos la cabeza de su gobernante. En medio del caos, un nuevo príncipe accedió al poder y transformó la urbe en capital de la dinastía Wei: el hogar donde la familia real se refugiaba durante las épocas invierno.
Después de muchos siglos, cuanto encontré de aquella ciudad durante mi viaje son restos de cerámica, columnas rotas, murallas de piedra con inscripciones aún no descifradas ¿Y de los dos reyezuelos? Sus sombras torpes apenas agitándose en las líneas de éste relato atribuido al sabio, con las palabras que ellos ignoraron cuando estaban en el poder y creyeron que el mundo empezó con ellos e iba a terminar sin ellos.
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Tumba de Confucio en la ciudad de Jinan, provincia de Shandong
Confucio lamentaba la inestabilidad social e inseguridad política de la nación, e igual la ausencia de principios morales que pudiesen revertir tal situación. Él sabía que tales sucesos son materia del tiempo, indispensables para la renovación del hombre y su espacio; por ello se afanó en instruir a sus discípulos en busca del hombre ideal que asumiera los desafíos de su época. Con la edad se dio cuenta que su búsqueda resultaba inútil; regresó por última vez a Lu en el año 484 a.C. y no volvería a viajar, dedicándose a leer y a escribir comentarios sobre los autores de la antigüedad. Nada dejó en el papel de sus enseñanzas, pues no se consideraba un intelectual o un filósofo, sino un transmisor de cuanto había aprendido en el camino y leído en los libros; así consta en el Lunyu y el Chunqiu (Anales de primavera y Otoño), una recopilación –tras su muerte- de las enseñanzas impartidas a sus alumnos durante los viajes. Muchas obras maestras de la literatura nos llegaron así, en buena hora.
Estos libros, junto al Tao Te King, del mítico Laotsé, se convirtieron en modelos de educación para los gobernantes del país; y no solo ello, sino también que sus fórmulas filosóficas moldearon el crecimiento del Estado y la civilización china los dos milenios siguientes. En Shandong la sombra del maestro aún recorre sus caminos, seguido, no de tres mil discípulos, como entonces, sino de una nación, del mundo que admira y cultiva sus principios, su modo de vida. ¿Podrá alguno de nuestros actuales dirigentes ufanarse de ello, digamos -en cinco años?
LO HECHO EN ECUADOR ESTA BIEN HECHO
vor 11 Jahren
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