Freitag, 16. September 2011

Uda Ben Amir, la ejecutora de Gaddafi

Texto de Rafael M. Arteaga



Mientras más eficiente se mostraba ante su amo, más cómoda y lujuriosa se volvió su vida.

Un nombre temible entre los libios. "Una mujer con el corazón del demonio", afirmaban ellos cuando se les preguntaba en la calle su opinión sobre ella.  Se hizo famosa durante las revueltas estudiantiles contra el régimen en 1984, cuando Gadafi ordenó sofocar la rebelión con soldados y tanques de guerra, tomó preso a su dirigente y luego de corto proceso bajo la acusación de atentar contra la seguridad interna de Libia, fue sentenciado a la horca. Militares y policías, que siempre apoyaron las excentricidades de su amo a cambio de un buen salario y de compartir el poder, vigilaban al condenado ante la perplejidad de los presentes.
Fue la primera ejecución ante las cámaras. Luego se volvería una tradición: mutilaciones, tortura, muerte de opositores al régimen se transmitía en vivo en la televisión estatal libia. Conversar de asuntos internos con extranjeros y ser sorprendido tenía una pena de tres años de cárcel. Pertenecer, agruparse o formar un partido político estaba supeditado a la voluntad del tribunal que lo juzgaba: la vida a cambio o el encierro por siempre. 
Los estudiantes de escuelas y colegios, aquella tarde, fueron obligados a asistir al estadio de básquet -en Bengasi- para mirar el macabro espectáculo. Sadek HamedAl-Shuwehdy, de 30, años volvía de terminar sus estudios en los Estados Unidos. Una vez envuelto con la realidad de su país, pidió -como miles de su generación- un cambio de gobierno a través de elecciones libres, a fin de acabar con el régimen de terror instaurado por el coronel. Ello fue su tumba. El verdugo arrojó la víctima al vacío para cumplir la sentencia, pero nadie imaginó que el cuello de Sadek Hamed sería tan fuerte, que permaneció algunos minutos balanceándose en el aire. Sus gritos espasmódicos pidiendo compasión llenaron el silencio -ante el asombro- del público. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, mientras los niños gritaban: ¡no, no, dejadlo libre! Entonces asomó Huda Ben Amir en escena. Para todos hay espacio en los recovecos de la historia. Subió al tablado y se asió de los pies de la víctima, mientras el cuerpo se movía como un péndulo en el aire, hasta verlo morir.
La imagen debió haberla visto el mismo Gadafi en la televisión que, impresionado, mandó a llamar a la intrépida mujer. El líder reconoció pronto sus cualidades de servicio: ubicó al verdugo en otro cargo y puso a  la mujer en aquel oficio. Su osadía fue la carta de entrada al club selecto de Gadafi; no en vano la revolución paga con monedas, embajadas y jubilaciones la lealtad de sus vasallos. En adelante vivió rodeada de opulencia. Y mientras más eficiente se mostraba ante su amo, más cómoda y lujuriosa se volvió su vida. Desde principios de este siglo fue alcaldesa de Bengasi, la segunda ciudad más importante de Libia. Poseía algunas mansiones y penthouses con envidiable vista al mar, sus viajes de shopping al extranjero -acompañada de sus dos hijas, frutos de su etapa de pobreza- eran frecuentes, y sus innumerables fiestas terminaban en bacanales que daban mucho que hablar en los medios locales.
Su filosofía era tan simple y encaja muy bien en las mentes de muchos dictadores de nuestro siglo: "no se necesita diálogos, sino más horcas."
Hoy, al escuchar de nuevo su nombre, vuelve a mi memoria ese capítulo, tan patético en los jóvenes de mi generación, que muchos, y yo en mi caso, pasamos días enteros mirando los reprises en la televisión local. El mundo estaba en orden entonces. Muchos países hacían lo mismo y nadie dijo nada. Gadafi era por aquellas épocas una especie de mito revolucionario, un caballero medieval, que luchaba con sus armas: armadura y espada, solo contra el gran dragón del imperio y en nuestros pensamientos de entonces, quien se enfrentaba a él, estaba con nosotros.
Más de una vez -debo admitirlo- sentí admiración por su figura. Igual los grupos de izquierda, aunque hoy guarden silencio. Gadafi, sobre los 30 años y menos de 40, apoyaba a las guerrillas en África, al sanguinario Iddi Amín en las selvas de Uganda; envió soldados y consejeros a Vietnam, a Camboya y su régimen rojo –que casi extermina a todo su pueblo-. Muchas veces besó  la mejilla -una costumbre muy árabe- de Fidel Castro, ícono supremo en nuestras mentes revolucionarias de ayer. Defendió a Saddam Hussein y sus atrocidades contra el pueblo de Kurdistán, a Torrijos y luego al régimen de Noriega en Panamá…
 1977: Gadafi  y Fidel Castro en Trípoli
 
Gadafi apoyó al "sanguinario de las selvas africanas" Iddi Amín, de Uganda.

El boom de la era petrolera (los 70s) empezaba entonces; igual el tiempo de negocios, como las flores al inicio de la primavera. Y el momento  de acabar con las instituciones del estado había llegado, a fin de no rendir cuentas a nadie. Destituyó a los otros  tenientes del Consejo de Gobierno y en su lugar puso un "Congreso General Popular", conformado por jóvenes afines a su partido, (el único en Libia), el mismo que bendecía sus propuestas de cambio a fin de darles visos de legalidad; puso gente de confianza en la justicia, fiscalía y más organismos de control y el resto fue un monólogo apenas. Los rezagos de prensa independiente, la que cuestionaba los actos de corrupción del joven dictador, debieron cambiar de estrategia para sobrevivir: muchos terminaron vendiendo sus periódicos y medios de comunicación al mismo gobierno, en tanto otros salieron del país. Los últimos personajes -viejos y jóvenes- de la oposición fueron humillados en público, como si fueran ellos los enemigos de un proceso social grandioso en marcha.

 
El Congreso Popular de Libia podía elegir un primer Ministro y llamar a elecciones, pero nunca lo hizo. Gadafi no fue nombrado para cargo alguno, pero gobernó durante 42 años.
Y es que en Libia, décima en el mundo en extracción y ventas de petróleo, había tanto dinero que Gadafi logró  convencer a los sectores más pobres -mayoría, igual que en otras naciones- que no era necesario esforzarse mucho, porque para ello estaba su líder, el que les daría educación, libros, uniformes, bonos -como en Cuba, u hoy en Venezuela- para retirar alimentos cada fin de semana. Escuelas, carreteras, la producción debía estar bajo su responsabilidad, para distribuir de modo equitativo la riqueza de una nación rica y poderosa, pero mal administrada antes, a cambio de sumisión, de silencio.
Y desde entonces, varias generaciones fueron adoctrinadas para callar y servir a la revolución.

 Gadafi gozó de admiración en la juventud de los años 70s y 80s. Aquí en la foto recibe a un grupo de hippies ingleses en su tienda del desierto.

Así, mientras al interior de Libia él se presentaba como el guía espiritual del pueblo, cuyas palabras y actitudes eran una versión directa de la democracia; martillando la magnitud de sus obras, las bondades y virtudes de su carácter fuerte, cada día, cada segundo en los oídos de la gente, hasta volverse una adicción enfermiza; en el plano internacional, en cambio, se presentaba como un reformador. Desconocer el papel de la ONU y pedir su nueva fundación a la comunidad internacional, acorde con los cambios políticos y sociales de entonces -porque ésta haya impuesto a su nación severas sanciones diplomáticas y económicas luego de comprobar su apoyo a grupos guerrilleros y extremistas en el mundo, desde el Ejército Republicano de Irlanda, la Organización para la Liberación de Palestina, los Sandinistas, el M19, Sendero Luminoso...despertó muchas simpatías entre los grupos de izquierda. Nosotros celebrábamos su permanencia en el trono año tras año, y hasta guardamos silencio al enterarnos que uno de sus hombres hizo explotar un avión en pleno vuelo, con 357 personas a bordo, porque al fin y al cabo estábamos convencidos que el cambio de sistema político tocaría pronto nuestras puertas, tal el ejemplo libio.
"La revolución del pueblo" empezó Gadafi denominando su proyecto político (los conceptos de ciudadanía que hoy manejamos aún no tenían vigencia entonces), hasta encajar aquella frase en un hombre –no en una institución- y en una estrategia personal: perpetuarse en el poder, rodeado de una sarta de incondicionales pone-alfombras (en Ecuador se llaman brigadistas), poetas e intelectuales que nunca se atrevieron a cuestionar los errores del líder por temor a su carácter explosivo y, sobre todo, a perder los privilegios recibidos por él, mientras los grandes negocios -petróleo, minería, construcciones, compras y pagos gubernamentales...- volvían fuerte sus bolsillos. 
Usó dineros públicos -fuera ya de un control independiente al que todo gobierno serio debe estar sometido- para apoyar a naciones pobres de África con el objetivo de controlar los recursos naturales de éstas, bajo pretexto de ayuda solidaria. Cambiaba alimentos por petróleo barato, apoyó candidaturas de personajes afines a su ideología y posibles aliados. En Eritrea, Níger, Somalia, por citar unos nombres, empresas libias controlaban la mayoría de recursos naturales y sus ganancias terminaron en las cuentas del clan familiar y en cientos de consorcios con paquetes accionarios a nivel mundial. Gadafi soñaba con la unidad africana e intentó -sin éxito- fundar el Banco Nacional de África. Sus planes para una moneda común quedaron frustrados ante la oposición de Sudáfrica y el bloque que apoyaba a ésta, y de abrir las fronteras y los mercados para una integración económica y racial.
Siempre acusando la ferocidad del capitalismo y la ineficiencia del socialismo, propuso su ideología como una alternativa social a seguir, tomando lo mejor de ambas y combinándoles con los principios del Islam. Así consta en su Libro Verde para la Revolución (que nada tiene que ver con ecología)

Si Mao escribió su Libro Rojo, Gadafi tuvo el suyo: El Libro Verde para la Revolución, con cientos de ediciones (auspiciadas por el autor), traducido a 42 idiomas y fuente de lectura obligada en los centros educativos libios.

Pero el sátrapa tenía sus excentricidades también. Un selecto grupo de enfermeras ucranianas que viajaban con él a todas partes para curar sus heridas, y hasta la de sus huéspedes predilectos, no pasaba desapercibido en la prensa. Berlusconi fue un asiduo huésped de Libia. El poder del pueblo le daba gloria y él se encargaba de exhibirlo cada vez que hubo oportunidad. ¡Un viaje de su gobierno al extranjero fue una ostentación de lujuria! Un avión, equipado como el Force One, solo que mejor, con gimnasio, sala de cine, un establo para sus caballos de raza, ministros con sus respectivos harenes -no en vano defendían los principios del Corán-, consejeros y mascotas incluidas. Una perversidad con fondos público, sin que nadie pueda decir nada.

 
Primer requisito para ser miembro del cuerpo de seguridad: ser vírgenes. Gadafi las seleccionaba en persona. Las Brigadas de Vigilancia, en cambio cuidaban de la revolución, inclusive en el extranjero: Derechos Humanos lo acusa de la desaparición de 28 oponentes políticos -entre 1984-1987 que vivían asilados en otros países, sobre todo en EE.EE. e Inglaterra, donde el servicio de inteligencia libio trabajaba con la CIA.

En cada desplazamiento iba también su cuerpo de seguridad femenino: mujeres reclutadas en su juventud bajo diferentes métodos infames. En cuanto empezó a desplomarse el castillo que Gadafi edificó con esmero, algunas buscaron de inmediato la ayuda del psicólogo. Dos de ellas confesaron haber sido reclutadas a la fuerza, bajo amenazas a sus hermanos por ser descubiertos -supuestamente- con drogas, delito penado con la muerte en la mejor tradición musulmana. Y otra, hija de un funcionario público, con quitar todos los privilegios a su familia, hasta volverlos mendigos. Una vez adentro, confesaron las mujeres a los emisarios de Derechos Humanos-, el coronel las violaba, luego sus generales -en orden de antigüedad-, hasta terminar en el lecho de cualquier funcionario de alto rango, el mismo que repetía las amenazas del dictador. Ser vírgenes era el primer requisito para pertenecer al selecto grupo de las 40 amazonas.

Nadie se iba con las manos vacías de Trípoli. Eran tiempos de buenos negocios.




En el 2002, cuando las sanciones de la comunidad internacional se volvieron insoportables para la economía interna, él tuvo que admitir sus errores y confesar que, en efecto, colaboraba con tales grupos, en Angola, en Colombia, en Guatemala o Filipinas, porque era su deber "revolucionario estar contra los grupos de opresión.” Acto seguido prometió que "no habrá más bombas, no más actos de venganza o terrorismo en el mundo." Y el imperio con sus aliados, Europa entera recibió al hijo pródigo de nuevo en su regazo como un héroe. Comenzaron los abrazos con prominentes personajes del jet set mundial: Tony Blair, Putin...los negocios estaban en su mejor momento y nadie quiso estar fuera de ellos. Luego de su recuperación en el mercado, los dineros del petróleo libio iban a parar en empresas alemanas, italianas, en débiles o a un paso de quebrar industrias en Londres, y de ahí salían robustecidas.
¡Por qué estar lejos de un hombre, cuya cartera puede salvar cuántos negocios de la ruina! Para qué cuestionar si hay o no libertad de prensa en su nación, si hay sentencias con penas de muerte, mutilaciones, torturas, desaparecidos. Fosas comunes, donde yacen cientos de esqueletos sin nombre, fue moneda común entonces y hoy, poco a poco, se va descubriendo y volviendo a abrir viejas heridas en sus familias, conforme empiezan a perder el miedo y van señalando -uno a uno- a sus verdugos.
Huda Ben Amir es el mejor ejemplo de gente que agrada a gobiernos despóticos para perpetuarse en el poder, y de tales especímenes sobra también en nuestros lares. Cuando los rebeldes ingresaron en una de sus viviendas, hallaron muchas actas, en las que constan cientos de ejecuciones y negocios sucios, y no solo ello, sino también a la temible mujer. La que alguna vez decidía entre la vida o la muerte de ellos, uno de los personajes más poderosos e influyentes de Libia, temido y odiado -al mismo tiempo-, estaba en una esquina, temblando -como un perro faldero de frío- ante el vigor de la juventud.
La muerte de Sadek Hamed Al-Shuwehdye, en 1984, solo avivó la mecha de la rebelión. 25 años más tarde de aquella escena macabra –que aún vive en mi mente-, el pueblo libio consiguió perder el miedo y echó de una vez a su verdugo; el mismo que, humillado, va escondiéndose en el desierto, bajo sus innumerables Bunkers construidos para su seguridad. Hasta ahora.
Al final a estas líneas sólo cabe una reflexión: si lo que vemos hoy en Caracas, o en Quito, no es sino una repetición de ocurrido en Trípoli, hace cuarenta años, me pregunto entonces ¡dónde estamos los ecuatorianos! Frente a ello no puedo sino decir que el supuesto inventor del socialismo del siglo XXI, Heinz Dieterich, no es sino un farsante, porque el maestro de Chávez y "sus muchachos" en Sudamérica acaba de ser destronado allá, en Libia, por la misma juventud que fue adoctrinada para callar y obedecer.

 La admiración de Chávez a Gadafi ha sido frecuente. 

Nadie abandona a un amigo en desgracia.
   
1200 presos fueron asesinados por el ejército, en 1996, al protestar contra las condiciones de la prisión.  Nadie sabe dónde están sus cuerpos. Tampoco hay un registro de cuántos oponentes al régimen fueron torturados, dados de baja y sus cuerpos enterrados en fosas comunes, aunque las cárceles estaban llenas de líderes políticos.



 Destrucción en Libia del monumento dedicado al Libro Verde para la Revolución. Y como dice el bolero: Nada es para siempre.


 

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