Texto de Rafael M. Arteaga
Mientras más eficiente
se mostraba ante su amo, más cómoda y lujuriosa se volvió su vida.
Un nombre
temible entre los libios. "Una mujer con el corazón del demonio",
afirmaban ellos cuando se les preguntaba en la calle su opinión sobre
ella. Se hizo famosa durante las revueltas estudiantiles contra el
régimen en 1984, cuando Gadafi ordenó sofocar la rebelión con soldados y
tanques de guerra, tomó preso a su dirigente y luego de corto proceso bajo la
acusación de atentar contra la seguridad interna de Libia, fue sentenciado a la
horca. Militares y policías, que siempre apoyaron las excentricidades de su amo
a cambio de un buen salario y de compartir el poder, vigilaban al condenado
ante la perplejidad de los presentes.
Fue la
primera ejecución ante las cámaras. Luego se volvería una tradición:
mutilaciones, tortura, muerte de opositores al régimen se transmitía en vivo en
la televisión estatal libia. Conversar de asuntos internos con extranjeros y
ser sorprendido tenía una pena de tres años de cárcel. Pertenecer, agruparse o
formar un partido político estaba supeditado a la voluntad del tribunal que lo
juzgaba: la vida a cambio o el encierro por siempre.
Los
estudiantes de escuelas y colegios, aquella tarde, fueron obligados a asistir
al estadio de básquet -en Bengasi- para mirar el macabro espectáculo. Sadek HamedAl-Shuwehdy, de 30, años volvía de terminar sus estudios en
los Estados Unidos. Una vez envuelto con la realidad de su país, pidió -como
miles de su generación- un cambio de gobierno a través de elecciones libres, a
fin de acabar con el régimen de terror instaurado por el coronel. Ello fue su
tumba. El verdugo arrojó la víctima al vacío para cumplir la sentencia, pero
nadie imaginó que el cuello de Sadek Hamed sería tan fuerte, que permaneció
algunos minutos balanceándose en el aire. Sus gritos espasmódicos pidiendo compasión
llenaron el silencio -ante el asombro- del público. Las lágrimas corrieron por
sus mejillas, mientras los niños gritaban: ¡no, no, dejadlo libre!
Entonces asomó Huda Ben Amir en escena. Para todos hay espacio en los recovecos
de la historia. Subió al tablado y se asió de los pies de la víctima, mientras
el cuerpo se movía como un péndulo en el aire, hasta verlo morir.
La imagen
debió haberla visto el mismo Gadafi en la televisión que, impresionado, mandó a
llamar a la intrépida mujer. El líder reconoció pronto sus cualidades de
servicio: ubicó al verdugo en otro cargo y puso a la mujer en aquel
oficio. Su osadía fue la carta de entrada al club selecto de Gadafi; no en vano
la revolución paga con monedas, embajadas y jubilaciones la lealtad de sus
vasallos. En adelante vivió rodeada de opulencia. Y mientras más eficiente
se mostraba ante su amo, más cómoda y lujuriosa se volvió su vida. Desde
principios de este siglo fue alcaldesa de Bengasi, la segunda ciudad más importante
de Libia. Poseía algunas mansiones y penthouses con envidiable vista al mar,
sus viajes de shopping al extranjero -acompañada de sus dos hijas, frutos de su
etapa de pobreza- eran frecuentes, y sus innumerables fiestas terminaban en
bacanales que daban mucho que hablar en los medios locales.
Su
filosofía era tan simple y encaja muy bien en las mentes de muchos dictadores
de nuestro siglo: "no se necesita diálogos, sino más horcas."
Hoy, al
escuchar de nuevo su nombre, vuelve a mi memoria ese capítulo, tan patético en
los jóvenes de mi generación, que muchos, y yo en mi caso, pasamos días enteros
mirando los reprises en la televisión local. El mundo estaba en orden entonces.
Muchos países hacían lo mismo y nadie dijo nada. Gadafi era por aquellas épocas
una especie de mito revolucionario, un caballero medieval, que luchaba con sus
armas: armadura y espada, solo contra el gran dragón del imperio y en nuestros
pensamientos de entonces, quien se enfrentaba a él, estaba con nosotros.
Más de una
vez -debo admitirlo- sentí admiración por su figura. Igual los grupos de
izquierda, aunque hoy guarden silencio. Gadafi, sobre los 30 años y menos de
40, apoyaba a las guerrillas en África, al sanguinario Iddi Amín en las selvas
de Uganda; envió soldados y consejeros a Vietnam, a Camboya y su régimen rojo –que
casi extermina a todo su pueblo-. Muchas veces besó la mejilla -una
costumbre muy árabe- de Fidel Castro, ícono supremo en nuestras mentes
revolucionarias de ayer. Defendió a Saddam Hussein y sus atrocidades contra el
pueblo de Kurdistán, a Torrijos y luego al régimen de Noriega en Panamá…
1977: Gadafi y Fidel Castro en Trípoli
Gadafi apoyó al "sanguinario
de las selvas africanas" Iddi Amín, de Uganda.
El boom de la era petrolera (los 70s) empezaba
entonces; igual el tiempo de negocios, como las flores al inicio de la
primavera. Y el momento de acabar con las instituciones del estado había
llegado, a fin de no rendir cuentas a nadie. Destituyó a los otros
tenientes del Consejo de Gobierno y en su lugar puso un "Congreso General
Popular", conformado por jóvenes afines a su partido, (el único en Libia),
el mismo que bendecía sus propuestas de cambio a fin de darles visos de
legalidad; puso gente de confianza en la justicia, fiscalía y más organismos de
control y el resto fue un monólogo apenas. Los rezagos de prensa independiente,
la que cuestionaba los actos de corrupción del joven dictador, debieron cambiar
de estrategia para sobrevivir: muchos terminaron vendiendo sus periódicos y
medios de comunicación al mismo gobierno, en tanto otros salieron del país. Los
últimos personajes -viejos y jóvenes- de la oposición fueron humillados en
público, como si fueran ellos los enemigos de un proceso social grandioso en
marcha.
El Congreso Popular de Libia podía elegir un primer Ministro y llamar a
elecciones, pero nunca lo hizo. Gadafi no fue nombrado para cargo alguno, pero
gobernó durante 42 años.
Y es que en Libia, décima en el
mundo en extracción y ventas de petróleo, había tanto dinero que Gadafi
logró convencer a los sectores más pobres -mayoría, igual que en otras
naciones- que no era necesario esforzarse mucho, porque para ello estaba su líder,
el que les daría educación, libros, uniformes, bonos -como en Cuba, u hoy en
Venezuela- para retirar alimentos cada fin de semana. Escuelas, carreteras, la
producción debía estar bajo su responsabilidad, para distribuir de modo
equitativo la riqueza de una nación rica y poderosa, pero mal administrada
antes, a cambio de sumisión, de silencio.
Y desde entonces, varias
generaciones fueron adoctrinadas para callar y servir a la revolución.
Gadafi gozó de admiración en la juventud de los
años 70s y 80s. Aquí en la foto recibe a un grupo de hippies ingleses en su
tienda del desierto.
Así, mientras al interior de Libia
él se presentaba como el guía espiritual del pueblo,
cuyas palabras y actitudes eran una versión directa de la democracia;
martillando la magnitud de sus obras, las bondades y virtudes de su carácter
fuerte, cada día, cada segundo en los oídos de la gente, hasta volverse una
adicción enfermiza; en el plano internacional, en cambio, se presentaba como un
reformador. Desconocer el papel de la ONU y pedir su nueva fundación a la
comunidad internacional, acorde con los cambios políticos y sociales de
entonces -porque ésta haya impuesto a su nación severas sanciones diplomáticas
y económicas luego de comprobar su apoyo a grupos guerrilleros y extremistas en
el mundo, desde el Ejército Republicano de Irlanda, la Organización para la
Liberación de Palestina, los Sandinistas, el M19, Sendero Luminoso...despertó
muchas simpatías entre los grupos de izquierda. Nosotros celebrábamos su
permanencia en el trono año tras año, y hasta guardamos silencio al enterarnos
que uno de sus hombres hizo explotar un avión en pleno vuelo, con 357 personas
a bordo, porque al fin y al cabo estábamos convencidos que el cambio de sistema
político tocaría pronto nuestras puertas, tal el ejemplo libio.
"La revolución del pueblo"
empezó Gadafi denominando su proyecto político (los conceptos de ciudadanía que
hoy manejamos aún no tenían vigencia entonces), hasta encajar aquella frase en
un hombre –no en una institución- y en una estrategia personal: perpetuarse en
el poder, rodeado de una sarta de incondicionales pone-alfombras (en Ecuador se
llaman brigadistas), poetas e intelectuales que nunca se atrevieron a
cuestionar los errores del líder por temor a su carácter explosivo y, sobre
todo, a perder los privilegios recibidos por él, mientras los grandes negocios
-petróleo, minería, construcciones, compras y pagos gubernamentales...- volvían
fuerte sus bolsillos.
Usó dineros públicos -fuera ya de un
control independiente al que todo gobierno serio debe estar sometido- para
apoyar a naciones pobres de África con el objetivo de controlar los recursos
naturales de éstas, bajo pretexto de ayuda solidaria. Cambiaba alimentos por
petróleo barato, apoyó candidaturas de personajes afines a su ideología y
posibles aliados. En Eritrea, Níger, Somalia, por citar unos nombres, empresas
libias controlaban la mayoría de recursos naturales y sus ganancias terminaron
en las cuentas del clan familiar y en cientos de consorcios con paquetes
accionarios a nivel mundial. Gadafi soñaba con la unidad africana e intentó
-sin éxito- fundar el Banco Nacional de África. Sus planes para una moneda
común quedaron frustrados ante la oposición de Sudáfrica y el bloque que
apoyaba a ésta, y de abrir las fronteras y los mercados para una integración
económica y racial.
Siempre acusando la ferocidad
del capitalismo y la ineficiencia del socialismo, propuso su ideología como una
alternativa social a seguir, tomando lo mejor de ambas y combinándoles con los
principios del Islam. Así consta en su Libro Verde para la Revolución (que nada
tiene que ver con ecología)
Si Mao escribió su Libro Rojo, Gadafi tuvo el suyo: El Libro Verde para la
Revolución, con cientos de ediciones (auspiciadas por el autor), traducido a 42
idiomas y fuente de lectura obligada en los centros educativos libios.
Primer requisito para ser miembro del cuerpo de
seguridad: ser vírgenes. Gadafi las seleccionaba en persona. Las Brigadas de Vigilancia,
en cambio cuidaban de la revolución, inclusive en el extranjero: Derechos
Humanos lo acusa de la desaparición de 28 oponentes políticos -entre 1984-1987
que vivían asilados en otros países, sobre todo en EE.EE. e Inglaterra, donde
el servicio de inteligencia libio trabajaba con la CIA.
En cada desplazamiento
iba también su cuerpo de seguridad femenino: mujeres reclutadas en su juventud
bajo diferentes métodos infames. En cuanto empezó a desplomarse el castillo que
Gadafi edificó con esmero, algunas buscaron de inmediato la ayuda del
psicólogo. Dos de ellas confesaron haber sido reclutadas a la fuerza, bajo
amenazas a sus hermanos por ser descubiertos -supuestamente- con drogas, delito
penado con la muerte en la mejor tradición musulmana. Y otra, hija de un
funcionario público, con quitar todos los privilegios a su familia, hasta
volverlos mendigos. Una vez adentro, confesaron las mujeres a los emisarios de
Derechos Humanos-, el coronel las violaba, luego sus generales -en orden de antigüedad-,
hasta terminar en el lecho de cualquier funcionario de alto rango, el mismo que
repetía las amenazas del dictador. Ser vírgenes era el primer requisito para
pertenecer al selecto grupo de las 40 amazonas.
Nadie se iba con las manos vacías de Trípoli.
Eran tiempos de buenos negocios.
En el 2002, cuando las sanciones de
la comunidad internacional se volvieron insoportables para la economía interna,
él tuvo que admitir sus errores y confesar que, en efecto, colaboraba con tales
grupos, en Angola, en Colombia, en Guatemala o Filipinas, porque era su deber
"revolucionario estar contra los
grupos de opresión.” Acto seguido prometió que "no habrá más bombas,
no más actos de venganza o terrorismo en el mundo." Y el imperio con sus
aliados, Europa entera recibió al hijo pródigo de nuevo en su regazo como un
héroe. Comenzaron los abrazos con prominentes personajes del jet set mundial:
Tony Blair, Putin...los negocios estaban en su mejor momento y nadie quiso
estar fuera de ellos. Luego de su recuperación en el mercado, los dineros del
petróleo libio iban a parar en empresas alemanas, italianas, en débiles o a un
paso de quebrar industrias en Londres, y de ahí salían robustecidas.
¡Por qué estar lejos de un hombre,
cuya cartera puede salvar cuántos negocios de la ruina! Para qué cuestionar si
hay o no libertad de prensa en su nación, si hay sentencias con penas de
muerte, mutilaciones, torturas, desaparecidos. Fosas comunes, donde yacen
cientos de esqueletos sin nombre, fue moneda común entonces y hoy, poco a poco,
se va descubriendo y volviendo a abrir viejas heridas en sus familias, conforme
empiezan a perder el miedo y van señalando -uno a uno- a sus verdugos.
Huda Ben Amir es el mejor ejemplo de
gente que agrada a gobiernos despóticos para perpetuarse en el poder, y de tales
especímenes sobra también en nuestros lares. Cuando los rebeldes ingresaron en
una de sus viviendas, hallaron muchas actas, en las que constan cientos de
ejecuciones y negocios sucios, y no solo ello, sino también a la temible mujer.
La que alguna vez decidía entre la vida o la muerte de ellos, uno de los personajes
más poderosos e influyentes de Libia, temido y odiado -al mismo tiempo-, estaba
en una esquina, temblando -como un perro faldero de frío- ante el vigor de la
juventud.
La muerte de Sadek Hamed
Al-Shuwehdye, en 1984, solo avivó la mecha de la rebelión. 25 años más tarde de
aquella escena macabra –que aún vive en mi mente-, el pueblo libio consiguió
perder el miedo y echó de una vez a su verdugo; el mismo que, humillado, va
escondiéndose en el desierto, bajo sus innumerables Bunkers construidos para su
seguridad. Hasta ahora.
Al final a estas líneas
sólo cabe una reflexión: si lo que vemos hoy en Caracas, o en Quito, no es sino
una repetición de ocurrido en Trípoli, hace cuarenta años, me pregunto entonces
¡dónde estamos los ecuatorianos! Frente a ello no puedo sino decir que el
supuesto inventor del socialismo del siglo XXI, Heinz Dieterich, no es sino un
farsante, porque el maestro de Chávez y "sus
muchachos" en Sudamérica acaba
de ser destronado allá, en Libia, por la misma juventud que fue adoctrinada
para callar y obedecer.
La admiración de Chávez a Gadafi ha sido frecuente.
Nadie abandona a un amigo en desgracia.
1200 presos fueron asesinados por el ejército,
en 1996, al protestar contra las condiciones de la prisión. Nadie sabe
dónde están sus cuerpos. Tampoco hay un registro de cuántos oponentes al
régimen fueron torturados, dados de baja y sus cuerpos enterrados en fosas
comunes, aunque las cárceles estaban llenas de líderes políticos.
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