Presentación de Antología Poética, de Miguel Donoso P. en el Café Libro, Quito. Foto: César Vinueza, 2008.
-Regresé
por nostalgia, la misma nostalgia que hoy siento por Méjico y por la
vida-, me confía Miguel en nuestro encuentro, luego de veinte años
de ausencia.
A
pesar de su enfermedad, no ha dejado de escribir.
-Crear
me ayuda a vivir. Es una manera de inventarme frente a la muerte-.
Habla con entusiasmo, sin descuidar el café.
-Admiro
a los hombres congruentes en las palabras con sus acciones-. Afirma
de pronto, mirando la caída del sol en la ciudad. –Hay muchos
autores que como personas no merecen los libros que han escrito, por
lo que prefiero los libros.
Y
sé que estas palabras encajan bien en su figura. Miguel estuvo preso
-en 1963- por sus convicciones políticas, luego fue enviado al
exilio, con la prohibición de volver a su tierra, como la antigua
Grecia desterró a Temístocles, uno de sus hijos más queridos.
-Yo
no escogí el país, lo escogió la dictadura-, reacciona ante mi
inquietud. Quisieron tenerle lo más lejos posible de Ecuador por
considerarle un sujeto de alto riesgo para la seguridad interna.
Méjico aceptó darle refugio, y de allí su nostalgia y
agradecimiento con el país de los charros. Los demás perseguidos
políticos fueron expulsados a Chile.
Entonces
viene de modo inevitable la pregunta: ¿Cuál ha sido la actitud de
los intelectuales ecuatorianos durante los últimos años de
democracia? Servilismo, silencio, que es igual a complicidad.
-No
me arrepiento de nada-, me confía Miguel. –Mis pecados son
veniales. ¿En qué insistiría? ¡Pues en la escritura! -Añade con
entusiasmo.
Yo
le recuerdo que en Méjico los medios se dirigen a él con la palabra
Maestro. –No es importante, aquí en cambio te doctoran a cada
momento-, responde.
-El
libro es un intento de comunicación-, insiste, -de ahí que el
lector es muy importante en este proceso.
¿Qué
esperas de tus libros, Miguel?-, me atrevo a interrumpirle.
–Nada-,
contesta en seguida. –Me gustaría que se leyeran. Les di la vida,
o ellos me la dieron a mí, y hoy que han crecido deben ir a
encontrar su lugar en el mundo; al fin de cuentas, los hijos
abandonan a sus viejos, ¿no es así?-. Yo muevo apenas mi cabeza.
En
algunas antologías, recortes y noticias de prensa de hace más de
veinte años, Miguel consta como peruano, chileno, venezolano y,
sobre todo, mejicano. No es para reprocharle, las obras superan la
nacionalidad de sus autores; en Tailandia, por ejemplo, la
presentación de Cien Años de Soledad, traducida a aquel idioma
exótico, causó revuelo en los medios culturales, y al autor se lo
encasilló como latino, simplemente, no como colombiano. García
Márquez, decían algunos de los presentes –en cambio- es español,
por el hecho de escribir sus obras en dicha lengua; así de simple.
El
exilio volvió fuerte a Miguel. Como un árbol de buena semilla
plantado en tierra fértil, floreció y se hizo grande; después,
hombre satisfecho con la vida, también cultivó: Jesús de Sampedro,
Alberto Huerta, David Ojeda, Armando Adamme, intelectuales de
renombre en el país azteca, son nombres de una larga lista de
siembra.
-He
comprendido al fin lo que es la nostalgia-. Me asegura.
-“Aunque
la encuentres pobre, Ítaca de ti no se ha burlado”-. Le repito los
versos de Kavafis, Y el brillo de sus ojos se opaca por un instante:
San Luis de Potosí, Zacatecas, Puebla, Barcelona, Guayaquil…le
escucho suspirar, con la mirada en el horizonte, como buscando allí
los olores y la vida de aquellos pueblos.
-¿Cómo
vine a dar con mis huesos aquí?-. Se pregunta con una sonrisa. –Uno
no puede olvidar de dónde viene-, contesta sin rodeos. –Nadie me
obligó a dejar aquella tierra, ni siquiera escapaba de un gran amor,
simplemente que necesité un cambio de aire. Deseaba quedarme en
Ecuador dos, cinco años tal vez, y luego volver; al fin de cuentas,
mi vida la había resuelto allá. ¡Igual pensé al llegar exiliado a
Méjico! Hoy entiendo las palabras de Dávila Andrade: “El enigma
de las dos patrias”.
-Sin
embargo-, insistí –su vuelta a Ecuador no agradó a muchos intelectuales de
entonces.
-No
me había dado cuenta de ello-, responde, sin prestar atención.
Miguel dejó de lado su labor en periódicos, revistas, editoriales
de muchos países y se dedicó a formar escritores jóvenes aquí, en
un intento por revivir la experiencia de los talleres literarios con
nosotros; esa sería la mejor manera de devolver algo de lo
que esta
tierra le había dado –y también negado.
La
creación de sus alumnos demostrará con el tiempo si la semilla cayó
en tierra fértil; los libros de Miguel, en tanto, ya han dado
sentido a su regreso.
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