Por Rafael Marcelo Arteaga
Parte I
Los intelectuales y el estado a partir de 1978.
Mucha tinta se vierte en
los medios para tratar este asunto, hay foros, discusiones que llevan a asumir
posiciones extremas en los participantes y que fueron motivo de ´divorcios
intelectuales´ cuando estuvo en juego la distribución y uso de dineros
públicos transferidos a las entidades culturales; un detalle quizás intrascendente
para la mayoría de la población, por cuanto la actividad artística desde el
estado es un misterio que se cuece en cuatro paredes, con miembros
pertenecientes a un círculo selecto de burócratas intelectuales, para quienes
la frase rendición de cuentas es
tabú. Como es costumbre aquí, los aludidos guardan silencio, igual a los sabios
de la india, cuya presencia se la percibe a través de la levitación apenas.
Mas ellos no practican el
yoga para alcanzar el segundo nivel de la meditación, ni están en otro lugar
que no sea Ecuador, un país con el 65% de su población bajo los límites de la
pobreza (1), con el 32% de niños -en los cordones de miseria alrededor
de las dos grandes ciudades- sufriendo desnutrición, y de ellos el 21.3% padece
de hambre crónica (de acuerdo a los informes de la UNICEF). Con los niveles de
educación, inversión foránea, producción interna, acceso a la tecnología más
bajos del continente, sólo comparables con Haití, Nicaragua; con elevados
niveles de corrupción, (triste consuelo de países en desarrollo), similar a
algunos lugares de África, muy cerca de Argentina, sobre Paraguay y lejos, muy
lejos de Noruega o Dinamarca. Con altos índices delincuenciales (2) en sus
grandes ciudades, comparables a Caracas, México City, o Río de Janeiro, donde
ocurren cinco asaltos a mano armada cada hora y siete muertes violentas al día.
Pródigo como ninguno,
hasta en el número de constituciones echadas a la basura y de reyezuelos en
medio de la pobreza de sus habitantes que, como una maldición gitana, rinde
votos en las urnas y consiente a los advenedizos apropiarse de las
instituciones y recursos del estado para alimentar su egoísmo y los negocios
del grupo económico que les rodea.
¿Cuál fue el rol de los
intelectuales en nuestro país una vez terminada la dictadura en 1978? Ellos
lucharon por los ideales de su época desde la comodidad del poder, al que
accedieron cuando los gobernantes se dieron cuenta que apoyar a las actividades
culturales significaba mejorar su imagen ante una clase media con más recursos
económicos, que le permitió gastar y hasta exigir nueva variedad de eventos; en
una sociedad cubierta de apariencias, el llamado baño de cultura era
imprescindible cada cierto tiempo y más cuando la situación financiera del país
mejoró de modo considerable a partir de la era petrolera; fue la época precisa
para dar el zarpazo y luego retozar -patas arriba- en la plácida yerba,
viviendo la gloria de sus primeras obras apenas.
No hablo de otro país,
hablo de otro tiempo en el que hubo dinero para todos, igual que hoy, y ello
abrió un ambiente favorable para la aparición de una cantidad de intelectuales
que pusieron sus ojos en el estado, como si fuera éste una tabla de salvación
en medio del naufragio para sus penurias económicas. Les bastó presentar un
proyecto y se lo aprobaba sin mucho trámite o estudio, sin una política
cultural definida, sin objetivos a mediano y largo plazo. Aquí nació el
Departamento de Cultura del Banco Central (hoy desaparecido), el edificio y
todas las dependencias de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, (museos,
cinemateca, salas de arte, editoriales), la Facultad de Artes (su estructura) y
la Escuela de Teatro. Florecieron los grupos de música, de danza, de
investigaciones sociales. El mismo Oswaldo Guayasamín comenzó a construir su
Capilla del Hombre. Las editoriales del Banco Central, de la Universidad
Central, de la Casa de la Cultura dieron a luz a la mayoría de autores de la
mencionada época. Los eventos se extendieron por la ciudad y en menor medida
por las zonas rurales. Yo mismo, como miembro del grupo de teatro El Telón,
disfruté de los aportes del estado a mi actividad.
Comienza entonces una
simbiosis entre los intelectuales con el estado. Los primeros piden más espacio
para su mundo, más reconocimiento a sus creaciones, y el segundo les concede, a
cambio de depender del erario público; así, muchos de la generación nacida
entre los años 50 y 60, los cuestionadores de la dictadura militar, pasaron a
depender de la voluntad económica del sistema democrático a partir de 1978. Y
los que no cayeron en las redes de la maquinaria estatal, (por convicción o
falta de padrinos) tomaron el sendero del exilio; en tanto otros abandonaron
definitivamente la creación para dedicarse a actividades más productivas.
La consecuencia fue que el
intelectual, al tener una relación de dependencia -casi siempre en desventaja-
con el estado, perdió su identidad, por cuanto sus actividades estuvieron
enfocadas a los intereses de su patrón, y cuando éste amenazaba, hubo poca
resistencia. Aquella simbiosis –contra natura- ha sido siempre tortuosa e
incómoda para ambas partes; pero más para el artista, que deja de cuestionar, y
hasta de producir con disciplina, lo cual es bueno para el sistema, ya que, por
un lado, éste lleva a sus mejores exponentes y con grandes expectativas de
creación, como una medalla más en su chaqueta, para exhibirlos durante los
desfiles o ceremonias; y por otro, esta misma clase intelectual es la encargada
de defender el sistema económico que un grupo de poder plantea en las urnas y
lo desarrolla durante su mandato.
¿De qué modo? Desde la
inmovilidad de una oficina pública; donde el estado –lleno de asuntos
concernientes a su supervivencia- presta poca atención a sus vidas incoloras, a
no ser por el presupuesto que debe girar cada mes para que éstos se hallen
ocupados en las telarañas de la burocracia; mientras ellos, al no recibir
suficientes incentivos, como imaginan, dejan poco a poco de innovar sus
trabajos, de proyectarse con grandes obras en el difícil mundo de crear: la
única carta de presentación que tenían ellos antes de ser reclutados -de modo
voluntario- por la maquinaria estatal; y acaban sus vidas –entonces- tras
cortinas, ayudando a meter o a sacar la utilería del escenario, de acuerdo al
director de la trama; en tanto otros son los actores estelares de la obra.
Estamos así ante un conflicto,
que va más allá de convicciones artísticas o de ideología, sino con el
estomago, cuya satisfacción exige a cambio dejar de cuestionar; muchos intelectuales
del siglo anterior, después de confrontar en su juventud con las dictaduras
militares, perdieron la brújula durante la nueva era democrática; fueron
absorbidos por ésta, digeridos, no evacuados, e igual que los parásitos en el
cuerpo, se multiplicaron. Hasta hoy.
Crear –que es igual a
producir- demanda tener la barriga llena primero; pero ¿quien apoya a un
artista?
Varios escritores –jóvenes
por cierto- llegaron a la era democrática de los años ochenta con obras de
excelente calidad. Pensemos en Micaela y otros cuentos (1976), Musiquero Joven,
Musiquero Viejo (1980) de Raúl Pérez. La Linares (1976) de Iván Egüez, Bajo el
mismo y Extraño Cielo (1979) de Abdón Ubidia, Polvo y Ceniza (1979) de Eliecer
Cárdenas, Historia de un Intruso(1976) de Marco Antonio Rodríguez: libros
capitales de nuestra literatura, que abrigaban la esperanza de llenar ese vacío
dejado por sus antecesores, e incluso de superarlos, ¿cómo se explica entonces
que muchos de ellos dejaron de producir con calidad? ¿Fueron sus convicciones
artísticas lo suficiente fuertes como para ceder de modo fácil a la comodidad
de vivir y de comer bien? ¿Donde están sus ideales políticos que tanto
pregonaron durante su juventud? Hoy los podemos ver en tal o cual dependencia
del estado, listos para la jubilación, y dependientes aún del erario público.
La etapa democrática de
los años 80 fue la coronación de sus primeras (y mejores) obras en el medio
cultural de entonces, mas no la realización de ellos como escritores de
proyección internacional, salvo acepciones, me refiero a Javier Vásconez, quien
en los últimos diez años nos ha entregado paginas de alta calidad. Una vez
consagrados, los creadores buscaron reconocimiento, pero ello depende también
del tamaño del estado. No es lo mismo nacer en Francia, en el Reino Unido, que
en Ecuador; se deduce por tanto que esta palabra siempre será relativa: pequeño
país, pequeños reconocimientos. Pequeños intelectuales, pequeños presidentes y
grupos de poder luchando entre sí.
La pregunta es ¿cómo
conseguir el equilibrio entre la creación y la necesidad económica? La libertad
es el principio que está siempre en riesgo cuando se trata del estomago. Te doy
lo que pides, pero a cambio guardas silencio, y ello es suficiente para los
proyectos de cualquier gobierno; ocurrió así con muchos artistas del siglo XX,
y su ejemplo se repite en nuestros días. Cuando el actual régimen anunció la
creación de nuevos ministerios y subsecretarias, entre ellos la de cultura, una
horda de intelectuales –jóvenes y de mi generación- acudieron a las ventanillas
del edificio, con gruesas carpetas en mano, listos para defender los proyectos
del gobierno a cambio de migajas, como rodar una película, publicar sus libros,
recibir apoyo estatal para una obra de teatro, montar una exposición de pintura
o vender sus cuadros a tal o cual institución pública.
Y este ha sido el
comportamiento de muchos artistas durante las últimas tres décadas, que no son
ni claros ni oscuros, sino tenues; no están aquí ni allá, pero siguen leyendo
poemitas (y lo peor, en público) a un ex mandatario, sonrientes cuando el
actual inquilino de Carondelet hecho el gracioso grita en público a un
intelectual: mi sangre, en referencia
al color de su piel.
Por fortuna hay una nueva
generación de jóvenes creadores en Ecuador, y son ellos los que deben digerir
lo que ocurrió con los intelectuales nacidos en los años 50 y 60, dar un paso
adelante en su actitud frente a la creación y la vida, con una nueva mentalidad
que esté enfocada, no en la cantidad, sino como dice nuestro campeón Jefferson
Pérez: en la excelencia. Y abrir las antenas, si no queremos desaparecer del
radar del mundo; muchos lo quisieran así pues, inadvertidos, es menos
responsabilidad ante a las demás naciones.
“Un escritor está poseído por el deseo de conocer la
verdad, aunque ésta posiblemente no exista”, afirmaba el escritor suizo Max
Frisch durante los años 70. Hoy se necesita iniciativas globales, aun para
intereses pequeños o locales; pero si se calla es porque nada nuevo se tiene
que decir. ¿Es esta la realidad de los intelectuales en el Ecuador del nuevo
milenio?