Mientras
miraba la cubierta del libro de Mary Shelley, bebiendo mi café y untando con
mermelada las rodajas de pan, se me ocurrió que también podía revisar las
noticias en Internet. Desplegué los iconos en el monitor y de pronto leí este
titular que me hizo soltar el pan sobre la mesa: Presidente de Chile
descarta un segundo mandato consecutivo. La noticia debió haber
llegado también a Carondelet, seguro que sí, pero ello debió ser apenas como si
el viento soplara en sus orejas. Puse más café en la taza. Revisé la noticia
hasta el final y, de pronto, se me ocurrió que allí, en el palacio del
gobierno ecuatoriano, debió ser el laboratorio donde Frankestein creó a su
monstruo.
La novela de Mary Shelley dice que un día,
el doctor Víctor Frankestein -alquimista e investigador de medicina- descubre
la forma de dar vida a seres inanimados y, en el clímax de su vanidad, proclama
que él es también un Dios, que el mundo debería empezar con él y con su
invento: en el laboratorio, una noche cubierta de neblina y mientras los gatos
aúllan por los tejados, el doctor cose las partes malolientes de los
muertos, hasta obtener la forma de un hombre -solo que más grande y más fuerte-
y lo mete en su máquina generadora de vida. La electricidad fue invento que por
entonces volvió locos a los teólogos. Baja el switche, una, dos, tres veces.
Nada se mueve. Desesperado, se acerca al monstruo, lo sacude, grita desafiante
al cielo con él en sus brazos. Los truenos y la furia de los vientos que abren
las ventanas son su respuesta. Los rayos alumbran los rincones oscuros del
laboratorio, donde se ve una pila de cadáveres incompletos -que fueron materia
prima de su invento. Pero está exhausto luego de tanta cirugía. Se rinde y va a
dormir, sin encadenar al monstruo, (aún faltaba una quimioterapia para empezar
a vivir).
A la
mañana siguiente descubre que su obra ¡desapareció de la mesa de cirugía!
La
historia ocurre en Ginebra hace dos siglos. Ese mismo día -en la
novela- comienzan a asomar los muertos. La cabeza de un niño es hallada en la
cama de una joven, la misma que es condenada a muerte, acusada de
hechicería. Los habitantes, asustados, deciden actuar y buscan al asesino,
pero es inútil. El doctor Frankestein -en silencio- vislumbra recién la
magnitud de su obra. Toma su arma y va en busca del monstruo, al mismo que
halla en un bosque comiendo hierba y lamentando su condición.
"-Tú
me diste la vida-", implora al ver a su creador, "-dame ahora una
compañera y nunca más volverás a saber de mi".
El
doctor -en ese momento- no ve nada grave en ello y acepta la propuesta. Decide
mudarse a Londres para llevar a cabo su invento; mas, en el transcurso de la
"cirugía" (lo imagino comparando huesos para unirlos, cosiendo
diferentes pieles, tal la constitución del partido verde limón en Ecuador),
piensa en que si ello no será el origen de una raza de monstruos en la tierra
que podría acabar con la naturaleza humana. Convencido de su error, destruye su
obra -aún incompleta- y vuelve los restos humanos al cementerio, (asunto que no
menciona la novela).
Su esposa
se suma a la lista de víctimas. La venganza de su criatura recién empezaba. A
través de una carta el doctor Frankestein se entera que el asesino se encuentra
muy lejos del pueblo, en camino hacia países escandinavos, y allá se dirige,
decidido a acabar de una vez con su temible invento; mas en el trayecto del
barco cae enfermo y muere. El monstruo asoma, entonces, en la habitación y
recrimina al vanidoso creador que, en vez de dedicar tanta energía y ciencia en
cumplir mejores proyectos para la humanidad, se ocupó en dar vida a un ser que
-al principio fue inocente y débil, pero a causa de su horrible apariencia,
daba repugnancia y miedo a todo aquel que lo miraba, hasta convertirse en
asesino.
El
monstruo, libre ya de su creador, busca refugio en los glaciales del polo
norte.
Leí
la novela hace muchos años en Zúrich. Fue mi primera tarea a traducir en la
escuela de idiomas y hoy, cuando reviso las noticias de mi país, debe ser el
azar lo que me llevó a extender mi mano y tomar el libro -que he vuelto a
hojear con entusiasmo; pero, más allá de los fantasmas que habitan en
Carondelet, (hoy entiendo al "Loco que ama" cuando estuvo en el
poder), lo que me impactó fueron las palabras del presidente de Chile. Y
mientras bebía mi café y acariciaba al mismo tiempo el libro de Mary Selley,
pensaba en cuanto bien habría hecho al país escuchar tales palabras en boca de
nuestro dignatario años atrás, cuando fue
elegido en las urnas y no había en su cuerpo aún las fiebres del poder
de las masas, con negocios estatales a su disposición, seguidores (no de su
ideología, sino del dinero público), guardias de seguridad, autos de lujo a
prueba de balas; a cada paso las cámaras de televisión... él, que fue un
perfecto desconocido antes de llegar a sitio tan alto, no entendió que para
servir al pueblo se requiere de humildad, de hablar poco y oír antes de actuar;
en vez de ello, intenta convencernos a través de sus insoportables -por
frecuentes- apariciones en los medios de que el mundo empieza con él y acaba
sin él. Después confiesa sin pudor que le gustaría entregar la posta a gente
más joven, porque el ejercicio del poder desgasta, pero que no ve en el
horizonte a alguien capaz de seguir con sus ideales de patria, ¡cuando él
mismo cortó a tiempo las cabezas de sus posibles sucesores!
A
inicios de la democracia, en la antigua Atenas, un magistrado duraba en sus
funciones diez meses griegos (36 días cada mes). La Ekklesia, o Asamblea
del Pueblo, le confiaba el mandato con la condición de velar por los intereses
de la ciudad, y al finalizar sus funciones, esos mismos ciudadanos le pedían
rendición de cuentas: Cimon, Efialtes, grandes estadistas de entonces, cuya luz
nos alumbra hasta hoy, acabaron en el exilio tras haber fallado al pueblo. 25
siglos después, en Ecuador, nuestros verdugos son reelegidos
presidentes!
"Las
constituciones deben respetarse", expresó Piñera en su primera entrevista
en directo con CNN la noche del lunes. "Y cuando sean reformadas, debe
hacerse teniendo en mente a las futuras generaciones y no al presidente en
turno", añadió.
Las
expresiones del mandatario chileno vienen a Ecuador justo en momentos de
oscuridad, pero allí están muy ocupados en "profundizar la
revolución" (¿qué será ello?), que pasarán inadvertidas. Y mientras me
arreglaba para ir al trabajo, me preguntaba también, por qué tales palabras
deben venir -casi siempre- de mandatarios, cuyas naciones están en mejor
situación que la nuestra. Mi padre me dijo un día, al enterarse de que yo -en
mis tiempos de colegial- en vez de asistir a clases, iba con los muchachos a
lanzar piedras en las calles: "La educación y el trabajo constante serán
el mejor remedio contra la envidia y tus complejos de inferioridad". Tarde
años es comprender su mensaje.
Tomé el
tren y mientras viajaba de Shanghái a Hangzhou a 280 km. por hora, vino a mi
mente Rómulo Cuello, cuando en sus cátedras nos decía:
-"El
nivel intelectual de la clase política es el reflejo del nivel intelectual de
nuestro pueblo".
-"¿Es
que la nación no está preparada para otra manera de hacer política?",
interrumpió Jorge -otro alumno- en voz alta. Hubo un momento de silencio
en el aula.
-"La
educación es el principio del cambio que buscamos", replicó el anciano,
"pero a nuestras clases dominantes no les interesa esto. Veremos partir el
tren del desarrollo y nosotros tendremos miedo hasta de subir en él".
Como la
criatura del doctor Frankestein que, pensaba yo aquella mañana durante mi
viaje, consciente de su inferioridad, solo atina a destruir para ridiculizar a
su creador.