En enero de 1996, la fundación James Joyce de Zúrich, por
intermedio de Víctor Vallejo, que por esos días trabajaba en la biblioteca,
invitó al escritor Raúl Pérez Torres a la lectura de sus textos y, luego, a un
diálogo con el público. Yo, que por entonces aún estaba con mis pies en dos
patrias (Indonesia y Suiza), llegué también de viaje y al enterarme de tan
grata visita, decidí asistir al encuentro con Raúl, a quien debo mi exilio
literario, mis malas noches con lecturas de libros que no logro descifrar aún
sus códigos y mi debilidad por el vino.
Mientras llegaba la hora de la presentación, me puse a
hojear los periódicos locales y al leer en ellos las noticias sobre el evento
de la noche, me sucedió igual que años atrás, cuando los medios del mundo
dedicaban sus espacios a las maratónicas jornadas del tenista Andrés Gómez
sobre las canchas de arcilla, antes y después de humillar al boy de las
Vegas, el también talentoso André Agassi. Tomaba asiento en el avión y empezaba
a revisar los periódicos, en cualquier idioma, y aunque no entendiera el
mandarín o el ruso, por ejemplo, ahí estaban las fotografías con el Zurdo de
Oro alzando los trofeos en Shanghái, Roma, Barcelona, Dubái…Y mientras bebía mi
campary con jugo de naranja para calmar los nervios del vuelo, pensaba en las
maravillosas jugadas, sus saques, uno de los más poderosos de aquella época;
los ases, temidos pos sus rivales, con los que liquidó muchos partidos. Fueron
las noticias que yo más buscaba, las que me entusiasmaron durante años y tomé
como ejemplo -la disciplina y constancia- cada día de mi vida en exilio.
Raúl Pérez llegó a suelo helvético con los mejores
augurios literarios. Y los medios locales se ocuparon de ello. El Volkshaus (La
Casa del Pueblo) fue su tribuna, el mismo lugar donde otros autores de la talla
de Carlos Fuentes, Octavio Paz, García Márquez, dejaron sus huellas también en
la memoria del público.
El escritor ecuatoriano era el punto luminoso aquella
noche. La presentación fue solemne y breve, como sólo los habitantes de la
región alemana saben hacerlo; igual el discurso de Raúl y la traducción
simultánea. El ambiente era caluroso, aunque afuera del salón la nieve golpeaba
con insistencia tras las ventanas. Una buena selección de vinos: merlot y
cabernet saviñon llenaban las bandejas. Entonces llegó el momento esperado por
el público, el encuentro personal con el autor; Raúl abandonó la mesa de
presentación, bajó al salón y de inmediato fue rodeado por una multitud ansiosa
por conocerle de cerca y de cruzar unas palabras con él.
Yo, mientras tanto, desde una esquina, con mi vaso de
vino, escuchaba a los políticos, artistas, economistas y toda esa legión de
seres extraños que abundan en tales eventos, dialogar sobre el realismo mágico
de García Márquez, el PIB de Haití, el fracaso de la revolución sandinista, la
crueldad con que actuaba el ejército salvadoreño contra los pueblos mayas, el
nuevo libro de Isabel Allende, el buen fútbol por entonces de Colombia
(Valderrama, las extravagancias de Higuita) y hasta la corrupción de la banca
ecuatoriana. Esa noche se habló solo de Latinoamérica y la mayoría de
asistentes chapuceaba unas cuantas palabras en español, si es que muchos no
hablaban este idioma a la perfección.
Cuánta diferencia existe aquí, pensaba yo en esos
momentos, con el público, la clase política e intelectual de nuestras tierras
tropicales. ¿Cuándo fue la última vez que nuestro presidente leyó una novela? No
importa su autor. ¿O los versos de un poeta –alguna vez- alteraron su agenda
para hacer una pausa y meditar? ¿A qué función de teatro asistió el fin de
semana, sino fue al estadio, durante el clásico del astillero, en época de
campaña electoral? ¿Qué idioma nuevo está aprendiendo o perfecciona el que ya
sabe? Cada pueblo tiene la clase política e intelectual que merece y, por
tanto, que soporta.
La creme de le creme de los intelectuales y políticos
rodearon al autor, como el alcalde Josef Eschman, un miembro del gobierno
suizo, (allí no hay presidente de la nación, hay un consejo nacional conformado
por siete personas que alternan cada año la presidencia). Pálidas madeimoselle,
más vestidos y joyas que carnes, con sus copas y cigarrillos hablando de
literatura. Luego vinieron las fotos, los autógrafos, las preguntas; algunos,
inclusive, habían leído con anticipación, o por lo menos hojeado los textos y
ahora lo confrontaban con el autor.
Pero lo que me impresionó estaba aún por llegar. Un
hombre, blanco como una hoja sin escribir, con lentes gruesos, se acercó a
Raúl, que en esos momentos estaba dedicado a firmar sus libros.
-“Disculpe”-, le interrumpió, -“soy el representante de
la editorial Fisher Taschenbuch Verlag”. Y antes que él pudiera decir algo,
añadió: -“Hace cuatro años publicamos una antología de la nueva narrativa
latinoamericana y nos atrevimos a tomar en cuenta tres cuentos suyos –aunque sin
su consentimiento”.
Raúl prestó atención al traductor, sin dejar de mirar al
representante de la editorial. -“El caso es que nos gustaría aprovechar su
presencia aquí para entregarle el cheque por los derechos de autor de la
mencionada publicación”.
Fue una agradable sorpresa. Raúl recibió el cheque y, una
vez concluido el evento, esa noche, en compañía de otros amigos, nos perdimos
por los bares de Zúrich; el refinado y tradicional Café Odeon, para empezar, luego
las oscuras catacumbas del Platz Spizt, hoy desaparecido por completo del mapa
alcohólico, hasta el otro día.
¿Qué quedará de sus
libros en la memoria de los demás? Eso lo dirá el tiempo, que es el único
encargado de dar a las obras su verdadera dimensión. Las discusiones estériles
sobre autores y trascendencia quedan justo donde empiezan: en palabras. Y luego
nada.