Millones de menores en Asia son obligados a prostituirse. Sólo en Manila hay 9000. Entre ellos está Josey, una adolescente que a los nueve años fue vendida por sus padres a un cliente. El fotógrafo suizo Alberto Venzago acompañó a las bandas juveniles en sus luchas callejeras por los suburbios de Manila, en las discotecas, los hoteles, los cines; los visitó en las cárceles con sus padres para documentar sus historias.*
Texto: Alberto VenzagoTraducción del alemán: Rafael Marcelo Arteaga
En las veredas de las calles saltan algunos niños la cuerda. Parecen ser felices. El sol de Manila está próximo a ocultarse, las sombras se vuelven rojas. Pronto anochecerá. La temperatura pasa de los treinta grados todavía. Destartalados buses cruzan la Ermita, la zona de roja de los doce millones de habitantes de la capital, llenos de trabajadores agotados en camino a sus barrios en las afueras de la ciudad. La calle del Pilar, el centro de la prostitución, asoma oscurecida por una nube de smog. Huele mal. Es un año cualquiera.
Luces con colores brillantes iluminan nombres en las tinieblas: Aussi Club, Star, Raymond's. Y muchachas, y más muchachas.
-"Hey, Joe, dame un poco de dinero que tengo hambre"-, grita un pequeño frente a la discoteca Rolls. -"Sólo diez pesos"-, contesta otro, sin piernas, que limpia zapatos. Los dos sonríen y miran saltar al grupo de niños.
Los ánimos suben de pronto cuando asoma Jacqueline. Lleva puesta un traje de cocktail, tiene 16 años y es jefa de una banda juvenil. Le dicen ‘Mama’. Conoce todo y a todos. Sabe que en su entorno el cabo de un cuchillo brinda seguridad. Su cara rayada lo confirma.
Los pequeños dejan de saltar las cuerdas y corren hacia ella. Jacqueline sopla un par de palabras a Josey. Ella nació en 1984. Su rostro -como los demás niños de aquí- denota las huellas de las drogas que inhala. A los nueve años fue vendida por sus padres -la primera vez- a un cliente de esta calle. A los doce la violó su padrastro. Hasta que decidió aliarse con sus hermanas: Jeanne-Marie de 8 años y Jesseline (14), así como sus amigas Bang-Bang (12), Rachel (14) y su novio Edgar (12) a la banda de Jacqueline. Desde entonces duerme con hombres llenos de grasa, cuyo lenguaje no comprende, y es golpeada con frecuencia por ellos.
Millones de niños en Filipinas, 100 millones en todo el mundo deben trabajar para llenar sus estómagos y el de sus padres. Tejen alfombras, empujan carretillas, se arrastran en las minas, se zambullen en el agua buscando perlas. Cosen ropas, revuelven montañas de basura para conseguir materiales reciclables como papel, plástico, desechos de aluminio. Contrabandean armas para comunistas y anticomnistas.
O se venden. Sólo en Manila hay más de 9.000 niñas en la prostitución. ¿Cuántas serán a nivel mundial? Más del 70 por ciento de la población filipina vive en condiciones de pobreza extrema. El trabajo de los niños aquí, como en otros países del tercer mundo, es un aporte imprescindible en los ingresos de la familia. Y muchas veces el único.
El relato de Jacqueline y Josey es el relato de los más pobres, de los trabajos sucios y, como todas aquellas historias, es también una lucha por la supervivencia que no tiene horizontes.
Cuando la suerte está de su parte, las dos duermen al borde de la Ermita, no muy lejos de los hoteles de lujo, bajo sus barracas empapeladas con revistas cómicas; con sus tías, sus carretas de madera que les sirven para sobrevivir, con sus medias hermanas, niños enfermos, restos de comida, sus padrastros, gatos y perros sarnosos. Ellas duermen hasta que el sol calienta los techos de plástico y sus cuchitriles se vuelven insoportables. O hasta que la policía -con barras y
Texto: Alberto VenzagoTraducción del alemán: Rafael Marcelo Arteaga
En las veredas de las calles saltan algunos niños la cuerda. Parecen ser felices. El sol de Manila está próximo a ocultarse, las sombras se vuelven rojas. Pronto anochecerá. La temperatura pasa de los treinta grados todavía. Destartalados buses cruzan la Ermita, la zona de roja de los doce millones de habitantes de la capital, llenos de trabajadores agotados en camino a sus barrios en las afueras de la ciudad. La calle del Pilar, el centro de la prostitución, asoma oscurecida por una nube de smog. Huele mal. Es un año cualquiera.
Luces con colores brillantes iluminan nombres en las tinieblas: Aussi Club, Star, Raymond's. Y muchachas, y más muchachas.
-"Hey, Joe, dame un poco de dinero que tengo hambre"-, grita un pequeño frente a la discoteca Rolls. -"Sólo diez pesos"-, contesta otro, sin piernas, que limpia zapatos. Los dos sonríen y miran saltar al grupo de niños.
Los ánimos suben de pronto cuando asoma Jacqueline. Lleva puesta un traje de cocktail, tiene 16 años y es jefa de una banda juvenil. Le dicen ‘Mama’. Conoce todo y a todos. Sabe que en su entorno el cabo de un cuchillo brinda seguridad. Su cara rayada lo confirma.
Los pequeños dejan de saltar las cuerdas y corren hacia ella. Jacqueline sopla un par de palabras a Josey. Ella nació en 1984. Su rostro -como los demás niños de aquí- denota las huellas de las drogas que inhala. A los nueve años fue vendida por sus padres -la primera vez- a un cliente de esta calle. A los doce la violó su padrastro. Hasta que decidió aliarse con sus hermanas: Jeanne-Marie de 8 años y Jesseline (14), así como sus amigas Bang-Bang (12), Rachel (14) y su novio Edgar (12) a la banda de Jacqueline. Desde entonces duerme con hombres llenos de grasa, cuyo lenguaje no comprende, y es golpeada con frecuencia por ellos.
Millones de niños en Filipinas, 100 millones en todo el mundo deben trabajar para llenar sus estómagos y el de sus padres. Tejen alfombras, empujan carretillas, se arrastran en las minas, se zambullen en el agua buscando perlas. Cosen ropas, revuelven montañas de basura para conseguir materiales reciclables como papel, plástico, desechos de aluminio. Contrabandean armas para comunistas y anticomnistas.
O se venden. Sólo en Manila hay más de 9.000 niñas en la prostitución. ¿Cuántas serán a nivel mundial? Más del 70 por ciento de la población filipina vive en condiciones de pobreza extrema. El trabajo de los niños aquí, como en otros países del tercer mundo, es un aporte imprescindible en los ingresos de la familia. Y muchas veces el único.
El relato de Jacqueline y Josey es el relato de los más pobres, de los trabajos sucios y, como todas aquellas historias, es también una lucha por la supervivencia que no tiene horizontes.
Cuando la suerte está de su parte, las dos duermen al borde de la Ermita, no muy lejos de los hoteles de lujo, bajo sus barracas empapeladas con revistas cómicas; con sus tías, sus carretas de madera que les sirven para sobrevivir, con sus medias hermanas, niños enfermos, restos de comida, sus padrastros, gatos y perros sarnosos. Ellas duermen hasta que el sol calienta los techos de plástico y sus cuchitriles se vuelven insoportables. O hasta que la policía -con barras y
toletes- derriba las casuchas, porque su presencia causa molestar en los turistas.
Niña del norte de Tailandia
Si su estrella no brilla, duermen -escondidas- detrás de una muralla, o acurrucadas en un sucio zaguán, en donde tambaleantes chulos pisotean sus piernas: apenas diferenciables de la basura, los bares y los burdeles; mas si la fortuna les sonríe, pueden mirar televisión -luego de desocuparse- en un piso con aire acondicionado, y ahuyentar sus pesadillas con la ayuda de drogas.
*
***
La madre de Josey y su tercer marido se sientan cada noche junto al bar Raymond's. Comiendo sobre el piso, los dos venden a los turistas del sexo cigarrillos marlboro y chicles; aunque el negocio es sólo una frazada: en realidad ellos venden niños. Niños de amigos o familiares; pero, sobre todo, los suyos. La familia Raso permanece la noche entera sentada frente al bar.
Josey dice: -"A veces soy demasiado tímida para hacer looky-looky, entonces echo mano a un solvent y me siento OK"-. Looky-looky significa prostitución en su lenguaje, y solvent es una droga barata de tinnier y acetona que los niños aspiran en estas calles. A la edad de 11 años, ella vendió su hermana de 13 años a un cliente -como si fuera virgen. -"Por una gran precio"-, acota ella con satisfacción.
La mayoría de clientes quieren ver primero cómo las niñas (o niños) se desvisten en el cuarto de hotel y, a menudo, son grabados con videocámaras. -"Solo para uso personal"-, afirma uno de los ocasionales hombres de Josey. Un cliente que siempre viaja a Filipinas por negocios, pide desde hace tres años el mismo ritual: primero strip, luego un masaje delicado. Muchas veces son algunos menores los que toman parte en el acto sexual. Y de nuevo Rachel se dirige al baño en compañía de algún niño: pues ella es responsable de portar la droga para los otros en su ropa interior.
-Ese jop-, afirma ella, -sólo lo puedes hacerlo cuando te hallas desconectado-. Pronto la habitación entera huele a solvent: las pequeñas, sobre las sábanas, vuelan con la mirada al vacío. Y en ese estado ya nada puede importarle a Josey. -"Me acuesto en la cama, como un trozo de carne y espero hasta que todo haya pasado"-. Añade ella.
Josey no puede recordar cuántas veces fue vendida como virgen. Los médicos locales cosen otra vez a las niñas, pues la penetración de una virgen trae -a veces- hasta 10.000 pesos (cinco verdes de los grandes). Las pequeñas tienen también su propia receta para vender vírgenes, de acuerdo a los deseos del cliente.
-"Mi método funciona sólo cuando las muchachas están con el periodo. Las de ocho años, lamentablemente, son demasiado jóvenes para ello, y necesitamos de otra ayuda"-, me confía Jacqueline, la madame de la banda infantil. El solvent es para ellas un sedante que amortigua los dolores y empaña la realidad. El estimulante es barato y aplaca también el hambre.
La madre de Josey no compra a sus niños solvent, pero tampoco les impide inhalarlo. Detesta que se vaya con un cliente sin que ella lo sepa; no por miedo a que pueda ocurrirle algo, sino porque entonces no tiene ninguna idea de cuánto gana su hija. -"Mis hijos son todo lo que tengo"-, afirma ella. -“Todo lo que como lo recibo de ellos"-.
*
***
La madre de Josey y su tercer marido se sientan cada noche junto al bar Raymond's. Comiendo sobre el piso, los dos venden a los turistas del sexo cigarrillos marlboro y chicles; aunque el negocio es sólo una frazada: en realidad ellos venden niños. Niños de amigos o familiares; pero, sobre todo, los suyos. La familia Raso permanece la noche entera sentada frente al bar.
Josey dice: -"A veces soy demasiado tímida para hacer looky-looky, entonces echo mano a un solvent y me siento OK"-. Looky-looky significa prostitución en su lenguaje, y solvent es una droga barata de tinnier y acetona que los niños aspiran en estas calles. A la edad de 11 años, ella vendió su hermana de 13 años a un cliente -como si fuera virgen. -"Por una gran precio"-, acota ella con satisfacción.
La mayoría de clientes quieren ver primero cómo las niñas (o niños) se desvisten en el cuarto de hotel y, a menudo, son grabados con videocámaras. -"Solo para uso personal"-, afirma uno de los ocasionales hombres de Josey. Un cliente que siempre viaja a Filipinas por negocios, pide desde hace tres años el mismo ritual: primero strip, luego un masaje delicado. Muchas veces son algunos menores los que toman parte en el acto sexual. Y de nuevo Rachel se dirige al baño en compañía de algún niño: pues ella es responsable de portar la droga para los otros en su ropa interior.
-Ese jop-, afirma ella, -sólo lo puedes hacerlo cuando te hallas desconectado-. Pronto la habitación entera huele a solvent: las pequeñas, sobre las sábanas, vuelan con la mirada al vacío. Y en ese estado ya nada puede importarle a Josey. -"Me acuesto en la cama, como un trozo de carne y espero hasta que todo haya pasado"-. Añade ella.
Josey no puede recordar cuántas veces fue vendida como virgen. Los médicos locales cosen otra vez a las niñas, pues la penetración de una virgen trae -a veces- hasta 10.000 pesos (cinco verdes de los grandes). Las pequeñas tienen también su propia receta para vender vírgenes, de acuerdo a los deseos del cliente.
-"Mi método funciona sólo cuando las muchachas están con el periodo. Las de ocho años, lamentablemente, son demasiado jóvenes para ello, y necesitamos de otra ayuda"-, me confía Jacqueline, la madame de la banda infantil. El solvent es para ellas un sedante que amortigua los dolores y empaña la realidad. El estimulante es barato y aplaca también el hambre.
La madre de Josey no compra a sus niños solvent, pero tampoco les impide inhalarlo. Detesta que se vaya con un cliente sin que ella lo sepa; no por miedo a que pueda ocurrirle algo, sino porque entonces no tiene ninguna idea de cuánto gana su hija. -"Mis hijos son todo lo que tengo"-, afirma ella. -“Todo lo que como lo recibo de ellos"-.
*
***
***
Niños del sur de Laos, en el Triágulo Dorado
La familia Raso arrendó su casucha de madera en el área de Reclamation para ir a otros lugares en busca de nuevos ingresos. Reclamation es un espacio conseguido en la playa por medio del relleno: el que ellos abandonen su hogar con cubierta de plástico para vivir a las orillas del mar significa un descenso social, por no tener agua ni toilete. Los vecinos miran con recelo el trabajo de las niñas, no porque tengan algo contra la prostitución, sino que con sus T-shirts y sus zapatos deportivos han provocado más de un pleito en los demás niños. Envidia y malicia de los desamparados.
Envidia y celo también dentro de la familia Raso. Las pequeñas cadenas de oro que Josey recibe como regalo de sus ocasionales amantes recuerdan a Lito, el padrastro, su fracaso: él no pudo ofrecer a la familia un refugio. A menudo debe cerrar los ojos y escucha lo que Josey y Jacqueline le echan en cara:
-"¡Mama, deja de mendigar: Papá fucks you y quédate tranquila! Nosotros gamos más dinero que ustedes juntos, y además tenemos a un hombre blanco en nuestros brazos..." Embrutecido por el alcohol Lito golpea -entonces- a las niñas hasta verlas sangrar, las amenaza, las desvalija de cuanto poseen y las arroja a la calle para los clientes.
-"Sólo los fuertes sobreviven, los débiles desparecen"-, proclama Josey. El tiempo de los monzones ha comenzado. La calle está inundada. Afuera hace mucho calor. Los otros niños de la pandilla le esperan frente al cine. Edgar, de 11 años, fue vendido a un extranjero hace poco. Permaneció algunos meses fuera de casa. Ahora ha vuelto, sin dinero, pero las huellas de la violencia sexual permanecen en él.
Dentro del cine es agradablemente frío. Arnold Schwarzenegger dispara a diestra y siniestra y luego promete no matar de nuevo; mas los niños no le escuchan: recostados en las sillas, viajan por las nubes con un toque de solvent. Toto, el hermano de Edgar se ha adormecido. Su antebrazo lleva el tatuaje de identificación con los otros que forman parte de su grupo. Incontables cicatrices asoman en su barriga, rayas que en lo alto de sus vuelos él mismo se ha causado con una hoja de afeitar.
Toto es un desocupado. La única posibilidad de ganar dinero consiste en ser miembro de una banda juvenil. Las pandillas luchan por la sobrevivencia y el dominio de las mejores zonas de la ciudad; pero también por la gloria y el honor de unos sobre otros.
Cuando los jóvenes no halan una maleta a los turistas, reciben dinero de los clientes por servicios prestados, como intermediarios de las prostitutas; si antes ellos no toman también parte en las orgías y, al ser descubiertos, terminen en el City Jail de Manila.
*
***
Es sábado. Día de visita. Jacqueline y Josey quieren encontrar a un amigo que fue sorprendido con droga. Se llama Ronny. La banda de niños reunió una suma de dinero y lo entregó a la madre; ella se puso contenta y recibió agradecida la generosa colaboración. -"Es lo mejor para mi hijo"-, sonríe ella, -"así tendrá algo para comer en la cárcel, mientras yo me libro de él"-.
Frente a la prisión Jacqueline echa mano al estimulante -que lo tiene escondido entre sus ropas- y da unos toques profundos. Hace siete años debía a un policía 50 pesos. Y no tuvo con que pagarlos. -"Entonces me violó"-. A los doce vivieron ella y su hermana juntos con él, pero fue peor que la prisión. -"Era mejor trabajar en la calle"-. Lo admite ahora. Ella nunca ha visto el interior de una escuela. Sus contactos con los soldados de las bases americanas le han servido para chapucear un inglés miserable.
*
***
En las playas de Manila se oculta el sol. Las palmeras en el boulevard Roxa toman del cielo la oscuridad, aunque hay suficiente luz todavía como para reconocer las casuchas a lo largo de la playa. Se encienden fogatas, el humo opaca el horizonte. La brisa trae en sus hombros una música suave desde los hoteles de lujo -a lo largo de la orilla- hasta las barracas, en donde viven Josey y su familia.
Su pequeña hermana, Jeanne-Marie, ha quedado abandonada en medio de paredes de plástico, de sandalias, de botellas vacías, de animales muertos. Sola, con apenas ocho años.
Un turista descansa bajo las palmeras. No le incomoda la visión de las casuchas, ni le molesta en lo mínimo los gritos de sus vecinos borrachos. Apenas tiene ojos para Jeanne-Marie. ¡Oh playas encantadas! Sonríe. Todo lo que flota a la orilla pertenece a quien lo halla primero. Y él lo sabe.
*Hace doce años hice la traducción del presente trabajo para un periódico europeo. Durante mi último viaje a Asia, pude comprobar que la situación no ha variado sino para peor. Éste es un fenómeno social que se desarrolla también en nuestro país de manera acelerada; por ello lo he desempolvado de mis archivos: qué interesa estas a una clase social privilegiada, cuyos grupos están empeñados en adueñarse de los organismos de control y negocios del estado. Son tiempos de oscuridad, blasfemias y shows interminables, lo mismo que una cortina sucia que oculta los verdaderos intereses del poder, mientras el resto de población sigue embelezada con el circo.
¿Qué dirán, si es que leen este artículo, los promotores del no al trabajo infantil? Un sueño de clase desde sus estómagos llenos.
Copyright: Das Magazin Tages Anzeiger, Suiza.