Texto de Rafael M. Arteaga
Atardecer en Bagan, Myanmar.
Sam Eou estaba confundido entre sus
sueños de ser escritor y la necesidad de comer. Imaginaba un mundo de
libros, de grandes salones hablando de literatura, de ciudades lejanas con
muchos senderos a elegir y no su pueblo de campesinos en medio de los bosques,
con dos opciones apenas: seguir a Liu Peng en las montañas, luchar por
la independencia de su estado y, con un poco de suerte, llegar a viejo, sin
dientes y alcohólico, para mendigar en las avenidas de la capital; o ser profesor en un pueblito de Shan.
Nada de esto encajaba en sus planes. Quería ser
escritor, como sus maestros de lengua inglesa (Birmania fue colonia británica
hasta 1948) y sus innumerables libros que leía -como una religión- en casa; por
lo que una noche pidió a su amante desertar de la guerrilla e ir juntos a
Rangún, donde había posibilidades de iniciar juntos una vida diferente, a lo que
Liu Peng contestó:
-El sendero que has elegido es tuyo, no mío. Yo me
quedo aquí, como las ramas de loto que nunca renunciarán al pantano para
florecer.
El reino de Shan fue hasta el siglo XVI d.C. una
nación floreciente y centro cultural de entonces, de la que se desprendieron
los países que hoy forman la parte sur occidental de Asia: Vietnam, Laos,
Camboya, Tailandia, Myanmar y Bangladesh; luego fue reducido a protectorado de
la corona británica -hasta 1948, y desde 1987 anexado con las armas a Birmania,
sin tomar en cuenta un convenio de asociación voluntaria.
En 1962 una Junta Militar se hizo con el poder y
gobernó el país con violencia durante 49 años, hasta convertirlo en uno de los
más pobres y atrasados del planeta, con altos niveles de corrupción (puesto 176
de 180 naciones, en el 2010. Ecuador fue 122), millones de refugiados en las naciones
vecinas y miles de opositores políticos en las cárceles; mientras cada región
buscaba –y busca- su autonomía por motivos históricos, raciales y hasta de
negocios: la zona es la principal productora de opio en el mundo, sus montañas están
llenas de yacimientos de plata, piedras preciosas (zafiros, rubíes); mas, para
estar tanto tiempo frente al gobierno se requiere de apoyo y dividir a los
costados es la mejor estrategia que vuelve fuerte al centro: algunos jefes tribales,
con influencia en su gente, fueron sus aliados, igual el sector burocrático,
engrandecido y dependiente de las arcas públicas, los nuevos empresarios
nacidos bajo la sombra del socialismo, intelectuales y artistas -con su
silencio- a cambio de compartir el poder.
Sam Eou vendió sus sueños a cambio de un puesto público. ¡Y el estado paga bien la sumisión y el silencio de los intelectuales! Fue embajador en Camboya, director de
construcciones en Rangún, aunque en su vida nunca alzó un ladrillo, -Borges fue
inspector de camales en Buenos Aires antes de ser ese fantasma de biblioteca
que hoy conocemos-; luego fue nombrado –por dos meses- ministro de seguridad
interna y en ese periodo los militares ingresaron a las universidades para
aplacar las protestas estudiantiles de 1976, matando opositores y ocultando sus
cadáveres en fosas comunes fuera de la ciudad. Alguien debe hacer el trabajo sucio
de casa.
En cuanto a su vida literaria, parece que la
inspiración no abandonó del todo a su alumno durante sus bodas con el régimen: publicó dos
relatos de género policial y un canto extenso –casi rayando en lo épico-
dedicado a los logros de la revolución. Yo prefiero su obra de juventud, en la
que hay algunos versos impecables, con influencia de los románticos ingleses en
la lirica y, en la forma, ajustada a la rigurosidad métrica de la poesía
japonesa del siglo anterior; sin embargo, ni con toda la iluminación de las
musas, un libro nos hará olvidar la vida del autor, porque ambos son una misma materia.
Sam Eou llegó a la vejez convertido en eminencia
literaria ¡en medio de la selva! Fue la imagen
decorativa en los salones de cultura, rodeado de artistas, embajadores de
naciones tan lejanas como desconocidas; feliz con los brindis, los bocadillos y
un grupo de jóvenes escritores que inclinaban sus cabezas al frente suyo y, a
espaldas, ansiosos por ocupar su asiento; fue la prostituta de un sistema
social corrupto, aunque con el estómago lleno.
Liu Peng, en cambio, fue miembro
de la armada rebelde (Hsük Han o Jóvenes Guerreros), picado de los mosquitos, con
botas de caucho hasta las rodillas y comiendo alimentos enlatados. Era niño todavía
cuando vio salir a su padre del hogar, una mañana de 1953, aliado con las fuerzas
birmanas, a combatir contra el ejército comunista chino, que invadió el estado
de Shan con el propósito de llevar la corriente del rio Salween a sus extensas
mesetas sin agua. La campaña de defensa tuvo éxito, pero él no volvió. Durante
los años 70, ya adolescente, su región se convirtió en la mayor productora de
opio en el mundo, apoyada por grupos insurgentes y vendedores de armas; el tráfico
de drogas se convirtió –entonces- en fuente vital para obtener recursos. Liu
Peng no olvidará este capítulo, que envolvió a muchas naciones (productores y
consumidores) y quizás –en momentos de silencio- pudo entender que la lucha por
liberar a su pueblo, mientras más larga y sangrienta, más beneficiosa se volvía
para los señores de la guerra y de las drogas; pero no hubo vuelta atrás, el
sueño de volver al reino fantástico de Shan había comenzado cinco siglos atrás
y con el tiempo, los métodos pueden variar, pero no el objetivo.
Los monjes budistas jugaron un rol importante en la transición del gobierno militar a los cíviles.
Liu Peng fue encarcelado por la Junta Militar, en
1997, bajo la acusación de venta ilegal de armas y trata de mujeres. Nada se
supo luego de él. En los últimos años, la magnitud y prisa de acontecimientos
–resistencia civil, presión externa- obligó a los militares a cumplir el
calendario impuesto -en referéndum- por la población para volver a la
democracia, lo que ocurrió el 30 de marzo del 2011. Fue un día de gloria,
aparentemente, si el mundo no hubiera estado al tanto -mucho antes de las elecciones-
que los triunfadores (Unión Solidaria) ¡eran auspiciados y pertenecen al mismo grupo de
militares que hasta ayer estuvieron en el poder! El mismo ungüento, solo que en
otro envase.
La burocracia del estado, numerosa y llena de
privilegios, típico de administraciones débiles con sueños de grandeza, no
estuvo dispuesta irse a casa con las manos vacías después de comer bien durante
medio siglo. El régimen les ayudó a registrar en los padrones electorales
varias tiendas políticas –que variaban en sí sólo por los nombres- para confundir a la población; sus críos obtuvieron el 85%
de votos y mandaron a los viejos dirigentes de vacaciones a Bangkok, a Miami, mientras
ellos arreglan hoy la casa para cien años más de camino al socialismo, como fue el refrán de sus padres.
Entrada al estado de Shan.
En medio de estos remezones políticos, quizás nadie
se acordó del guerrillero, y acaso él buscaba reconocimiento alguno a su obra.
En mi último viaje al Triángulo Dorado, me enteré, sin embargo, que la juventud
había decidido rescatar su figura y alzarla como símbolo de la resistencia. «A
las aves, en medio del océano, sólo les guía el instinto supremo
de salvar a la bandada de la tormenta». Reza, en escritura local, sobre una placa de bronce.
Una callecita abandonada tiene su nombre, en Taunggyi, la capital del estado de
Shan, y es todo lo que el tiempo rescató de él. Hasta ahora.
Yo amo esa región que me acogió tantas noches en sus
cabañas de bambú con techos de paja, donde –cansado y deseoso por conocer sus secretos-
me refugié con mi mochila a disfrutar del largo sueño de iguanas que me brindó
el humo del opio, hace dos décadas. Fue un tiempo fugaz y lleno de enigmas en
la selva, junto a la amante que todo viajero halla en los viajes, y que a la
distancia se nos vuelve una obsesión.