Donnerstag, 31. März 2011

OJOS EN LA ARENA (Parte 1)


Tomado del libro: Amores Estériles, de Rafael M. Arteaga, Ramaar Editores, Quito 2004.           
      
         «Krank? Sie sagen, er ist krank? und ging fast drohend,
           als sei der Herr die Krankheit, auf ihn zu».
                                       
Franz Kafka


En julio el sol se alarga sobre la alfombra,
se nos cuela entre los dedos y el café,
hablando minuciosamente de la vida,
después de todo, echada a la suerte del reloj,
como una bola de trapo en el césped,
que a veces necesita un puntapié para seguir rodando.

– Estas son mis palabras, incapaces de ser otra cosa – comenzó el anciano, – aquí está el libro, cuyo final abierto no deja dudas de la impotencia del creador al enfrentar su obra cuando ésta se le escapa entre el humo del cigarrillo y el dolor de cabeza.

Siento la luz detrás de la puerta,
mas no me atrevo a abrir;
el tiempo imprime su lejanía
y las cenizas no guardan
el recuerdo del fruto o la flor.
¿Recuerdas el lenguaje de tus dioses?
Tu pueblo tiene la costumbre de olvidar todo.

Un dios asexuado con cabeza de dragón y extremidades de niño, medita con la navaja en sus manos: ¿Cortaré su esbelto cuello? ¿Mojaré mis labios con su sangre espumosa como chocolate caliente? Bastante tuvo con nacer, sentenció en mis sueños. De ti no quedará nada, las migajas sobre la mesa y la suciedad de las uñas son todo tu equipaje.

Y yo contesté a la esfinge: no me interesa si hay otros basureros en el mundo, éste es un sitio para ser felices. Cambié entonces la posición de las cartas, las fichas del tablero, el reloj, el horizonte de sucesos en un libro; mas, luego me di cuenta que no hay palabras o números para descifrar las pocilgas de los otros, porque cada pueblo escribe su libro.
 
- ¡Llega de una vez y libérame! - Imploré entonces al dios en las tinieblas, - Busca con su filo mi corazón, mis intestinos viscosos, donde guardo y digiero toda la inmundicia. Y así hasta la vida -. Entonces habló él:

- No cierres los ojos. En vano esperan los gusanos el primer manojo de tierra para acercarse a tu cuerpo, pero no morirás mañana, sino hoy, siempre hoy. Yo, el pastor de ciegos, te ordeno: levántate, toma tu camilla y ve a cualquier parte, cruza de nuevo esos túneles llenos de silencio, donde dejaste la piel y el alma, sin que sus paredes recuerden a nadie, sin nostalgia por lo conseguido o lo desechado bajo la luz simple del día, y que cuando pienses en ello no haya en tu sonrisa huellas de tristeza o compasión, sino sarcasmo e ironía: la ironía del tiempo al ver tu cara en el espejo.

No has perdido la juventud, te has perdido tú. Nadie espera al final de la estación, y tampoco valdría la pena detener a alguien su camino por ti. Estás solo y nadie te ayudará a salir de estas paredes más que tus pies o tu corazón.

Pero no hay regreso.


*
*  *  *

Aquel día volvimos a encontrarnos los tres. Era un rey viejo, despreciado y carente de poder, que disputaba a los perros y mendigos un mendrugo de pan; al sol lo reconocía en su piel, igual que a la noche -por el frío.

– Abre el libro sobre la mesa –. Le ordenamos. Él se acercó, lo tomó en sus manos, lo hojeó varias veces y luego nos dijo:

– No es el mismo que escribí, ni con el que soñé anoche –. Nos sentamos entonces a escuchar su historia.


*
*  *  *

- Aún guardo en mí el dulce encanto de sus ojos -. Comenzó a hablar el ciego, sentado sobre unos sacos con ropa sucia. - No sé que hace ella al otro lado del mundo, vivo apenas hasta cuando me cuentan sus cartas. ¿No han leído en los periódicos cómo bajan los niveles de inversión? ¿Por qué no modifican la estructura del encaje bancario para enfrentar la iliquidez? -. Era su manera de sorprendernos, rascando la piel enrojecida con delicada repugnancia. Sus ropas, tendidas – lo mismo que un muerto – al pie de la cama, esperaban otra oportunidad.

- ¿Cuánto pesa en ti los grandes autores del mercado literario, los que desaparecen sin enterarse nadie que alguna vez escribieron un libro, aquellas montañas de leche y mantequilla flotando en el río para mantener los precios del mercado, los mensajes en las paredes de los baños públicos, los acuerdos de importancia suma en los salones de la ONU, la euforia neoliberal con sus cementerios de chatarra? ¿Qué significan tus palabras frente al tiempo?

– Escondido tras esos lentes oscuros – nos atrevimos a interrumpirle – ¿con qué ojos miras al mundo?

– Soy uno de los que ven a Dios,
guía de los muertos en el más allá.
En el día de la gran decisión
no servirán tus creencias ni tus palabras,
por eso te separo de ellos y espero.
Mira, ellos también esperan.

– Fueron épocas de hambruna –. Volvió su rostro a nosotros, mientras limpiaba con sus dedos arácnidos sobre las cuencas vacías de los ojos.

– Aferrado a un pedazo de vida, con cualquier cosa estuve satisfecho. Alimenté cuervos para que busquen carroña por mí, pude provocar un incendio y ofrecí – apenas – una chispa.

Papé Satán, papé Satán, alepé, alepé!
Abandonado en una isla desierta,
no necesito que me rescaten
hasta tener algo nuevo que decir al mundo.

Luego, a un paso del sueño, balbuceaba:
 
Me siento tan a gusto con estos vestidos, soy completamente nuevo y tengo algo de frío...ahhh! ¿Pero cómo dejas tu saliva en los huesos de ella? ¿Es que no puedo confiar en ti cuando duermen los demás? ¡Fuera!

– ¡Padre, no maltrates al perro, que él también participa de tu destino! – Le gritó una niña de 13 años que sacaba al anciano a despulgarse con el sol de la mañana.

– La corriente me lleva. Mírala llena de heces y preservativos, de guantes que la noche anterior mataron a sus dueños y ahora buscan otras manos. Yo me acomodo en mi cama, escucho los gritos al cielo de mis vecinos, los insultos a sus mujeres; ciertos recuerdos empañados con la edad entorpecen el buen humor del fin de semana. ¿Y para qué? ¿No basta con echar las cartas al fuego y, antes de apagar la luz, dar una hojeada breve pero sustancial a tu novela preferida?

– Vendrán tiempos mejores, lo sé.
Habrá nuevas posibilidades de inversión
y nada aquí se puede comparar con ello.

– ¿Por qué esa tristeza? – Le averiguamos, al verle postrado junto a una esquina de su habitación, – ¿no has dicho que eres inmortal?

– No puedo vivir con la idea de ser un parásito. ¿Cómo cubro mi esqueleto con prendas innecesarias, lo alimento y no puedo agitar el fuego en esta masa inerte?

– Eres un tonto, ¿ves? Ocúpate de la sopa y ¡basta! – Volvió a gritarle la niña, mientras tomaba sus trapos para salir a la calle. Nosotros vimos su sombra perderse tras la puerta; el anciano en cambio guardó silencio para sentir los pasos de ella en la calzada y sólo cuando tuvo la certeza de que se había alejado lo suficiente, volvió a conversar con nosotros.


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