Por Rafael Marcelo Arteaga, con fotos del Tages Anzeiger, Suiza.
"La mirada del que lo perdió todo, luego de haber dedicado su vida a ello." Pedro Herrera
Existen
varios motivos por los que el mundo luce hoy más triste que de
costumbre. Nunca llegué a Japón, quizás porque en mis sueños de
juventud no estuvo la búsqueda de la modernidad, el ruido y las
luces de las grandes ciudades y preferí por años la vida sencilla y
nómada entre Bali y Tailandia.
En
el 2005, en Seúl, estuve a punto de tomar un avión para
aterrizar en Osaka, donde vivía Yukiya Adamo, en respuesta a una
invitación pendiente desde nuestros años de estudio en la escuela
de traducción en Zúrich, durante la década de los noventa; pero
tras una llamada, su madre me informó que él se había mudado a New
York. Nuestras cartas hasta el siglo anterior fueron ocasionales, y
recibir una de manos del cartero era motivo de celebración. Leer sus
líneas fue igual a descifrar el misterio de las distancias y una
razón para hundirme en esa enfermedad del viajero llamada nostalgia.
Hoy
estamos unidos a través del internet. Yukiya me escribió alguna vez
una frase que yo repetí con frecuencia a mis amistades: más
lejos, más dulce;
palabras que suenan bien al referirnos a nuestros amigos en la red,
pero hoy demasiado crueles al saber -a través de los medios- los
sufrimientos del pueblo japonés tras el tsunami.
En
relación a estos sucesos, Yukiya me dijo: “Japón volverá a
surgir. De ello no hay duda. Terremotos, guerras, pestes asolaron
nuestras tierras durante siglos. Luego de capitular en la Segunda
Guerra Mundial, las potencias occidentales nos sometieron a créditos
con tasas de usura para reconstruir la nación; para vigilarnos
instalaron bases extranjeras en nuestras islas, pero un día, -hizo
un pacto nuestra gente mirando las ruinas- el reino del sol naciente
volverá a conquistar el mundo. Décadas más tarde, ellos cumplieron
su promesa con disciplina, optimismo, más una clase política con
visión de futuro y responsable de sus actos. ¡Hoy es nuestro
turno!”, dijo al teléfono, casi gritando.
Hasta
hace poco se hablaba del “milagro japonés”, como ejemplo a
seguir nuestras naciones, y aunque la mentalidad e historia por acá
es diferente, pocos le apostaron a seguir la ruta del progreso, del
trabajo honesto y constante que trae bienestar y seguridad en la
gente. Los milagros ocurren solo en la religión. El pueblo japonés
conoce la miseria y el esplendor humano; está en sus genes caer y
volver a levantarse, como el joven guerrero Susanoo que perdió la
vida –cuenta la fábula- en cruento combate ante la serpiente de
ocho cabezas. Amasterasu, el hermano mayor, con llanto en sus ojos,
rescató su cuerpo destrozado de las tinieblas, lo lavó con las
aguas limpias del río y preparó las ropas y lecho para su último
viaje -junto a su espada. Luego tomó las cenizas y las esparció en
el viento; mas, este dios, al ver tanta tristeza en el pueblo y tanto
desolación en el rostro de Amasterasu, habló con el fuego, con el
agua, y juntos los dioses estuvieron de acuerdo en devolverle la vida
-tantas veces sea necesario-, hasta cumplir su misión de derrotar al
monstruo que representa el reino de las sombras.
La vida sigue y el nacimiento de un niño trae siempre esperanza.
Yukiya
me ha escrito que decidió volver a Osaka para ayudar a reconstruir
su país. “Las palabras son movimiento, son acción”, leo su
email, desde una laptop, antes de abordar el avión.
El
primer paso de una promesa colectiva y de generación está dado.
Keine Kommentare:
Kommentar veröffentlichen