- Yo seré leal con nuestro diálogo.- Hice una pausa y afiné mi pregunta:
-¿Tú
has pedido aquel menú, el de los bebés?
-Igual
ocurre con la comida y bebidas. ¿Qué es ese líquido que los empresarios de hoy
toman como café? Un triunfador, se dice (hay muchos que están convencidos de
serlo) es millonario y por tanto refinado: símbolo del hombre activo y dinámico de
nuestros días. Representa status, porque el kilo - en grano - cuesta 30 veces más
que el mejor de la tienda. Y el sueño de todo empresario joven es pertenecer al
grupo selecto de los que beben café con excrementos.
- Ignoro a dónde quieres
llegar -, le interrumpí, - pero seré leal con nuestro diálogo.- Hice una pausa y afiné mi dardo:
-¿Tú
has pedido aquel menú, el de los bebés?
Wang
Shang me miró fijamente por algunos segundos, pensando – quizás - en que
todos diálogos de hoy no acabarían sino en un dardo personal. Puso más té
en ambas tacitas y alzó de nuevo la suya; mas, justo cuando iba a hablar, se acercó a nosotros la joven del vestido de seda con una libreta para
tomar el pedido. Nosotros –embelesados como estábamos en el diálogo- no
habíamos hojeado aún la carta y tampoco lo necesitábamos, porque
durante el viaje casi siempre ordenábamos lo mismo, a fin de no tomar riesgos
con el estómago debido al cambio de comidas. La muchacha leyó en voz alta el
pedido para confirmar: tofu frito en salsa agridulce, nabos en aceite, huevos con
tomates cocidos y una porción doble de arroz.
- ¿Suficiente
para dos? - Insisitió ella, con una leve sonrisa, que fue igual a un bálsamo en
medio del salón lleno de humo y de ruidosas carcajadas. Los rasgos finos de su rostro me tenían
cautivado. Wang Shang se incorporó - entonces - para ir al acuario, donde una camada de peces revoloteaba en busca de
alimento, pues es costumbre en la cocina no alimentarlos el día de ponerlos en la
olla, y señaló a uno que parecía el más fuerte, no el más grande. El cocinero, que había seguido atento al movimiento del índice de mi amigo, metió un colador gigante en la
pecera, atrapó al pez señalado y, antes de que éste pudiera
agitarse en el aire, lo sujetó con las dos manos y golpeó su cabeza
contra el filo de una madera. Tomó enseguida un cuchillo y comenzó a quitarle
las escamas. Sacó sus intestinos y lo puso en una cazuela con cebollas, algas marinas, hojas verdes, ante la
mirada atenta del cliente.
Wang
Shang volvió a la mesa y, mientras miraba a la muchacha abrirse paso entre los comensales retirando
otros pedidos para entregarlos a la cocina, yo, en cambio, temí haberle molestado con mi pregunta y pensé que nuestra cena se volvería insoportable. Estuvimos
sentados frente a frente, sin mirarnos por algunos segundos y, cuanto
más sospechoso era nuestro silencio, más ideas sosas cruzaban por mi mente.
El té,
por fortuna, se había acabado. Hallé un motivo para girar sobre mi asiento
y pedir más al mesero, que justo pasaba por mi lado con una bandeja llena de
alimentos. No fue necesario insistir, porque, mientras la muchacha tomaba el
pedido, se había dado cuenta de ello y, sin tardanza, trajo un nuevo puchero, retirando el vacío. Poco después volvió con platos, palillos, cucharas,
una cocineta pequeña que la ubicó en medio de la mesa y, de paso, dejar un pocillo
con maní en sal, junto a otro con picadas de palmito.
Ni bien
se retiró, nosotros empezamos a devorar. Casi no hablamos. El hambre tiene
sus reglas. Y ya con algo en la barriga,
sonreímos. Luego nos dedicamos a mirar el ajetreo de los meseros, portando
innumerables fuentes con tantas delicias en ellas, que el estómago empezó a
retorcerse con la sola idea de probarlas siquiera. Así transcurrieron algunos
minutos, hasta que el camarero se acercó con una bandeja, y en ella una cacerola llena de sopa y pescado – a medio
guisar-. Metió la mano en su bolsillo y sacó una fosforera para
prender la cocineta. Puso encima de ella la cacerola y la dejó a fuego lento. -¡Chifá,
chifá! (Buen provecho)-. Nos dijo. Y salió a prisa a atender otras mesas.
Pero
Wang Shang de ningún modo era de los que se quedaban con la respuesta en la
boca. Sus ojos negros y vivaces volvieron a encenderse para ver mi reacción
ante la comida. Yo repetí: ¡Chifá, chifá! Y saqué los palillos de una servilleta de tela roja. Igual hizo mi amigo, sólo que a media cena lanzó la
siguiente pregunta:
-¿Qué
provocará en ti, el amigo que hoy comparte la comida, una respuesta afirmativa o
negativa?
-Disculpa-.
Contesté, sin dejar de comer. -Fue una tontería de mi parte.- Y hubo otra vez una pausa entre nosotros. Escuché el ruido de alguien a mis espaldas sorbiendo sus
tallarines. Dos jóvenes meseras corrían apresuradas con bandejas de alimentos,
ante la atenta mirada del jefe de sección; el mismo que siempre estaba listo al
llamado de los clientes. Yo desvié la mirada hacia la mesa contigua, donde una
pareja joven disfrutaba de su cena: lengua de pato, hongos con pedacitos de
cerdo y, en medio, el tazón -con sopa de tortuga- hirviendo a fuego lento. Hay tantas
delicias que hacen soportable mi estadía en China.
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