Samstag, 29. September 2007
MATAR AL REY
Fotos: Cesar Vinueza
Como en una partida de ajedrez, cuando el rey, atrapado en una esquina, espera el movimiento del mate definitivo; asi en medio del caos social del 20 de abril del 2005, siete jovenes logran tomar prisionero al recien nombrado presidente del Ecuador, Alfredo Palacio, en sustitucion de Lucio Gutierrez. Los resultados electorales del 30/09/2007 tienen su punto de partida en esa fecha. Los peones de entonces derrocaron al rey, mientras que para otros jugadores la partida recién comenzaba.
"No he leido que un poeta vaya a la carcel por matar a alguien, asi que sus amenazas me tienen sin cuidado"
Alexis Cuzme, autor del blog ciudadhecatombe
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Este es el relato de las tres horas que Alfredo Palacio fue rehén de un grupo de jóvenes en el edificio de CIESPAL, mientras la gente de Quito, en la comodidad de sus hogares, celebraba la caída de Lucio Gutiérrez. Nadie más, a excepción de nosotros, sabe lo que sucedió allí. Es una historia que, por falta de liderazgo, de sentido común, eufóricos –quizá- con la victoria en nuestras manos, luego de huir el coronel del palacio de gobierno, no supimos qué hacer. Disfrutábamos de tener al vicepresidente cautivo: él fue nuestro trofeo durante un tiempo en el cual ni siquiera a los medios se les permitió acercarse, porque del mismo modo que a los políticos, ellos fueron también repelidos con silbatinas, e –incluso- con golpes.
Desde las 15:30 de aquel 20 de abril del 2005, la población escuchaba a través de los medios apenas rumores que, por momentos, se volvieron un melodrama de corte mexicano; se emitió cualquier información para mantener la sintonía, mientras el público, casi enfermo de tantos sucesos en tan corto espacio, pedía más acción a los actores.
Muchos debieron imaginar a un oscuro y tímido personaje, (premiado de pronto con la presidencia de un país, como recompenza al silencio desde su clínica privada, en vez de intervenir activamente en sus funciones de segundo mandatario), organizando su gabinete, discutiendo un plan mínimo de gobierno con técnicos y académicos, rodeado de economistas. Dialogando -tal vez- con los militares para conseguir su aprobación ante el nuevo gobierno, o – muchos sospechaban y se jalaron los pelos- en tratos con los viejos políticos para conseguir un acuerdo mínimo de gobernabilidad; pero no fue así.
Yo pude ver el miedo en sus ojos cada vez que la multitud gritaba consignas afuera del edificio. Igual él presenció cómo fueron abatidos –horas antes- dos legisladores que intentaron huir por la cafetería de CIESPAL, sitio donde el congreso ecuatoriano, en un simple lavado imagen y de tomar distancias frente al caos en el que estaba –y está- sumergido el país, cambiaron de marioneta para que siga esta función macabra, donde se rifa carroña y podredumbre.
A las 17:30 comenzó a llover. Para entonces los “forajidos”, como nos bautizó el ex dictador, nos dimos cuenta de la presencia de muchos delincuentes que hacían de las suyas en las numerosas oficinas del edificio con el pretexto de mostrar su insatisfacción contenida durante los meses del gobierno militar; sin embargo, no hicimos nada para detenerlos y algunos contribuimos también a ejecutar actos de vandalismo, como romper ventanas, patear computadoras, quemar archivos. Estábamos fuera de nosotros, eufóricos, silvestres y sin lograr ponernos de acuerdo en algo. Se cumplió el objetivo más rápido de lo que pensábamos, al retirar las fuerzas armadas su apoyo al coronel, pero no estuvimos preparados para después.
La victoria nos sorprendió sin planes concretos, sin capacidad de reacción para volver a organizarnos frente a nuevos desafíos en cuestión de minutos, no siquiera de horas: el destino de la nación estuvo en nuestras manos durante 3 horas, nos embriagábamos con ello y lo dejamos pasar ocupados en vanos discursos, forcejeos entre nosotros para imponer ideas, elucubrando formas de gobierno copiadas de los libros.
-“Asamblea popular”, -gritábamos a veces-, “Gobierno popular”. O, en el éxtasis de nuestra impotencia-: “¡Que se vayan todos!” Y así transcurrió el tiempo. Yo vi como un grupo de los nuestros se acercó a golpear a un camarógrafo de televisión. Vi a un reportero en el suelo, a los que se llevaron su grabadora y billetera, pero no hice nada; apenas alcancé a gritar “¡No violencia!” El resto repitió igual en coro; mas las pertenencias no volvieron a su dueño. Si alguno de nosotros trató de hablar un tema concreto con Palacio, como el TLC, causales previstas en la constitución para disolver el congreso, la participación de gente nueva en el gobierno, los demás le silenciaban con gritos: “¡No queremos líderes! ¿De qué partido eres? ¡Cállate de una vez imbécil!”.
De pronto decidimos conformar una asamblea popular, siguiendo tal vez las consignas de la multitud bajo la lluvia y al momento pedimos que se designen los representantes de cada sector social. Los primeros en elegir al suyo fueron justamente ¡los delincuentes! Empujaron a uno de ellos designándole delegado por las universidades del país. “No nos hagas quedar mal”, le recomendaron –incluso- sus compinches. -“El siguiente grupo”, -anunciamos enseguida-. “¿Quién representa a los médicos?” -Por fortuna nos dimos cuenta temprano que el juego era demasiado aburrido. Y otra vez quedamos en nada.
Unidos nos sentíamos seguros. Yo estimo que si la guardia presidencial hubiese decidido cumplir su deber, no habría necesitado de mucho esfuerzo para ello: era la hora de la merienda, en el momento más intenso de la lluvia (18:40 aprox.) estaban cerca de 100 personas dispersas frente al edificio, más 12 en el garaje con el vicepresidente; pero no vinieron y ello permitió que nosotros dilatáramos el tiempo con tales asuntos.
El grupo de afuera se encargaba de repeler cualquier acercamiento de los medios con sentencias como: “Mentirosos”, “Alcahuetes”. Las tres apariciones anteriores del cardiólogo en los ventanales del edificio terminaron en sonoras pifias e insultos por parte de la juventud. El país mismo era un caos hecho a nuestra medida: sin corte de justicia, sin cúpula militar visible, sin policías en las calles, sin ministros, sin congreso. Cuatro horas sin que el nuevo presidente pueda abandonar el edificio para ir a posesionarse en la Plaza Grande.
A riesgo de ser acallado por la multitud, yo comencé a gritar que debíamos liberarle, a fin de evitar la destrucción del país. No podíamos dar tiempo a que los militares y la clase política tomen aire y se reorganicen para formar otro gobierno –hecho a su medida- ante la ausencia del titular. Los infiltrados se opusieron a dejarlo salir. Pedían que él firme primero su renuncia.
A excepción de la puerta de ingreso a la cafetería, ubicada en el subsuelo de CIESPAL, no existía otro lugar por donde él habría podido huir; de ello ya nos habíamos percatado algunos forajidos horas antes, guiados -tal vez- por nuestro instinto de antiguos cazadores, y más en aquel momento, cuando teníamos a la presa sometida; por ello, al ver extinguirse las luces de los pisos superiores, (la idea fue hacernos creer que el segundo mandatario con sus hombres de confianza ya no estaban allí y, por tanto, dentro del edificio, todo volvía a la calma), un grupo de 12 personas rompimos de inmediato los seguros de la puerta del garaje, ponchamos las llantas de un trooper rojo que estaba parqueado justo a la entrada para evitar malas ideas en ellos e irrumpimos en la cafetería.
Allí estaba Palacio, rodeado de Mauricio Gándara, Luis Herrería y tres guardias de seguridad; lucía asustado al vernos de nuevo, casi avergonzado al ser descubierto su plan. Les regañamos por su traición, alguno de nosotros insinuó sacarle a empellones y soltarle a jauría que lanzaba sus consignas bajo la lluvia. Y aunque más pudo la sensatez (¿?)de la mayoría de nosotros, (los guardaespaldas, pese a su inferioridad, trataban de cubrir a los tres) nada evitó que cayéramos otra vez en discursos intrascendentes.
Le pedimos disolver de una vez el congreso nacional si deseaba salir de allí: Él respondió que no podía romper la constitución, ¡cómo si su designación hubiese sido legal! Nos aseguró que iba a revisar los convenios de la base de Manta con los EE.UU., nosotros en contraparte le exigimos el fin del mismo. Nos prometió suspender el TLC, nosotros en cambio el retiro inmediato de las negociaciones. Nos ofreció no involucrarnos con el Plan Colombia, pedir a la nación hermana detener las fumigaciones en suelo ecuatoriano e indeminizaciones para los pueblos afectados; nosotros estuvimos de acuerdo con ello. Nos aseguró que no permitirá huir a Gutiérrez y a todo el grupo que estuvo en el poder, nosotros le respondimos: “¡Queremos presos en las cárceles hoy mismo!”
Sus dos acompañantes nos pedían cordura, sensatez y hasta respeto con la "majestad del poder", frases que nosotros las tomamos como broma de mal gusto ese instante, al punto de lanzar sonoras carcajadas para recordarles que ellos en esos momentos eran nuestros rehenes. Al darse cuenta de la situación que se creó, el cardiólogo nos invitó a ir juntos a Carondelet para dialogar sobre las bases de un nuevo Ecuador. Rechazó convocar a elecciones de inmediato argumentando que de nada habria servido este movimiento si las mismas fuerzas politicas que hoy se echó del sillón iban a volver al gobierno -lo cual era cierto, y en este caso él no habria sido elegido ni para cocinero de Carondelet siquiera-; aceptó el referendum para preguntar a la ciudadanía temas puntuales, como la reorganización de la justicia ecuatoriana, la disolución del congreso por un año a fin de desdicarse el ejecutivo a reorganizar el estado con una vision de futuro; mientras nosotros le exigimos en contra parte incluir la pregunta si el país estaba o no de acuerdo con su designación como presidente. El tiempo apremiaba. Los forajidos de afuera exigían acuerdos firmados. Escuchamos, de pronto, otra ola de rumores: que el coronel no fugó al extranjero y que, con ayuda de algunos militares, regresaba a Carondelet; que en los cuarteles se estaba creando un gobierno paralelo ante la ausencia de su titular; que los congresistas daban por hecho la caída de Palacio, por cuanto éste fue parte también del gobierno anterior -(prueba de ello, se argumentaba, él seguía retenido en CIESPAL), y en su lugar ellos, ya recuperados del susto, buscaban un nombre de consenso entre la población.
Frente a ello, decidimos, entonces, sacar al médico de la cafetería, sin comunicar a los que estaban en los exteriores del edificio, aprovechando que su número había disminuído de forma considerable, debido tal vez al aguacero que en esos momentos se había intensificado (19:15), e ir a Carondelet a posesionarle -“¡nosotros como pueblo!”-, coreábamos. Todo sucedía tan rápido y, al mismo tiempo, no convergíamos en nada.
Qué hubiera ocurrido con nosotros si comunicábamos a los demás que íbamos a liberar a Palacio ¡sin tener nada a cambio en las manos!, si admitíamos que era difícil negociar, tanto para él que, en esos instantes no estaba seguro de llegar a sentarse en el sillón presidencial y, de lograrlo, firmar un acuerdo habría significado comprometerse con algo que después no habria podido cumplir; igual nosotros, que de ningún modo estuvimos preparados para sentarnos a una mesa de negociación, sino para salir a las calles a tumbar un gobierno, volver temprano a casa y ver desde la televisión en qué mismo acaba todo ese rollo.
Desde la calle clamaban –de nuevo- por resultados. ¿Cuáles? ¡Si exigían tantas cosas al unísono! Además, nadie nos nombró sus representantes. Estar cerca del cardiólogo fue, por lo menos para mí, simple casualidad. Momentos antes yo estuve –igual que muchos alrededor del edificio- gritando consignas en contra de este hombre que representaba, como el dictócrata, la razón de salir temprano de casa para unirme a otros, convencidos de llevar en nuestras espaldas la obligación cívica de derrocar a los traidores.
Acordamos poner a Palacio en el Mitsubishi negro (parqueado en la calle, a cuatro metros de la entrada al garaje)y comunicar luego –cuando el vehículo haya partido- a los demás la decisión tomada por nosotros. En ese momento llegaron tres militares, más que a rescatar al cautivo, a sondear la situación; pero nosotros les impedimos avanzar hacia la cafetería. La gente de los pisos superiores del edificio –más agresiva aún con los intrusos- comenzó a insultarles de todo. Los uniformados, sin dudar mucho, se retiraron de inmediato.
No es verdad que ellos liberaron al vice-presidente, aprovechando nuestro descuido, como afirmaron después los medios; sin embargo, debo admitir que con su presencia nos distrajimos del objetivo algunos minutos, por lo que, en cuanto desaparecieron los miembros del ejército, nosotros retomamos la operación; aunque para ello debimos forcejear primero con otros infiltrados, quienes propiciaban el desentendimiento y, sobre todo, el retrazo de lo acordado.
No eran más de cinco personas, creo yo, frente a siete forajidos, (incluido mi hijo de nueve años, al que ordené mantenerse en un recodo de la cafetería en caso de salir en estampida), más los tres fornidos guardaespaldas: los vándalos retrocedieron y de inmediato nos tomamos de los brazos para formar una cadena humana con el objetivo de proteger la integridad del cautivo.¡Pero éste no quiso salir! En los grandes peligros es donde se reconoce a los transformadores de una nación, a los líderes que no piensan en la vanidad del poder, sino en los desafíos y riesgos que deben asumir.
Y otra vez el caos, los insultos a su –más que indecisión- falta de confianza en nosotros. Yo pedí en ese momento el ingreso de los medios –sospechaba que ello se dilataría por tiempo indefinido- para que muestren al país el lugar y las condiciones en las que se hallaba el segundo mandatario, a fin de evitar suspicacias de otros sectores interesados en dar un asalto a Carondelet.
La propuesta fue aceptada, no sin antes proferirles insultos por haber sido –muchos de ellos- comensales de palacio. Y de inmediato alguien entre nosotros sacó una cámara profesional de fotos (que la tenía en su mochila a la espalda), y un reportero hizo relucir su grabadora pequeña desde el grueso cubre lluvias. ¡Ellos estuvieron todo el tiempo con nosotros, fueron parte de los forajidos sin siquiera sospecharlo nosotros!
Lo único que les exigimos a cambio fue veracidad. El más alto de los dos, (con una cicatriz grande en su frente) admitió trabajar para el diario El Universo, y hasta me amonestó –de paso- por la irresponsabilidad de haber llegado ahí con mi hijo. La multitud en las calzadas comenzó a emplazar al tímido dueño de una clínica de ricos: “¡Da la cara, a qué temes, por qué te escondes, fuera tú también!”. La situación se tornaba insostenible.
Hicimos –otra vez- la cadena e igual Palacio no salió. Yo dejé mi sitio y fui hasta la puerta de la cafetería para gritarle: “¡Salga, por favor, arriesgue usted también algo!” La lluvia había cesado y, en grupos, la multitud comenzaba a llenar de nuevo las calles aledañas al edificio. Yo estaba muy molesto e, igual que los demás, cansado, con las ropas mojadas y mis dudas de estar o no obrando de acuerdo a mis convicciones; pero, más que ello, preocupado por la seguridad de mi hijo.
Nunca podré imaginar las ideas y sentimientos de Palacio en aquellas circunstancias, aunque me atrevo a pensar que si ello tardaba un poco más, diré cinco minutos (20:00) otro hubiese sido el contenido de estas páginas. ¡Y cuánto habría hecho yo para que fuese diferente este culebrón de telenovela barata del que yo fui cómplice!
Apenas recuerdo hoy –de la cafetería, la frecuencia de una emisora transmitiendo las conversaciones en vivo entre un opaco locutor, actor frustrado, y los radioescuchas que celebraban la destitución del coronel. “El pueblo forajido de Quito, ¡puta mierda!, -oímos gritar en esta farsa- no es el que tiene prisionero al Presidente Palacio; sino los infiltrados, esos grupos de vándalos, ¡peones de la oligarquía, que buscan pescar a río revuelto!”.
Fue duro escuchar aquello en boca de quien hasta hace algunas horas había convocado a rebelarnos, pues cuanto nosotros ejecutábamos ese instante, no fue incitar a la desobediencia civil desde un micrófono en el subsuelo de una casa, sino jugarnos el pellejo frente a las fuerzas de seguridad, bajo las bombas lacrimógenas y la lluvia. Es cierto que no pudimos cambiar el rumbo del país aquel 20 de abril, pero fuimos consecuentes con nuestras convicciones políticas y llegamos hasta las últimas consecuencias. Quién habría sospechado que el cardiólogo, con la excusa de ir al baño, llamara al locutor, al presidente del congreso, al recién nombrado ministro de economía Rafael Correa, a los militares, al cuerpo policial, al... pidiendo ayuda para escapar de nosotros.
-Señor Palacio, -le amonesté-, la multitud desborda las calles, sino sale hoy, después será tarde. ¡Mójese usted también un poco! - Formamos la cadena y al fin salió. Todo fue tan rápido, (los forajidos en las afueras de CIESPAL decidieron pasar la noche allí, para evitar que el sucesor de Gutiérrez, su binomio presidencial, conspirador a espaldas de éste, con sus asesores de entonces y hoy gobierno, abandonen el lugar; esa fue la nueva consigna). Protegimos a sus guardias, éstos al médico, les cubrimos las espaldas hasta que llegaron al 4X4 estacionado en la calle y, mientras ingresaba en él, le recordamos: “¡No nos defraudes!”. Partieron.
¿Debimos anunciar a los demás lo ocurrido? Yo, en lo personal, tuve miedo a su reacción al enterarse que el rehén, nuestro mayor trofeo hasta entonces, abandonó el café ¡con nuestra ayuda! ¿Estábamos preparados para aceptar, más que consignas, argumentos sólidos que nos conduzcan a ver una luz al final del tunel, a fin de evitar que el país sucumba ante la anarquía y el vandalismo? Hoy sé que tuvimos miedo de un nuevo Ecuador. Entregar el insípido Palacio a la furia de la masa, habría sido quizá nuestra mejor contribución a alterar la trama de esta telenovela barata que hoy espectamos en silencio; pero sólo nos ocupamos de salvar su trasero. Soy cómplice del estado de descomposición social, de la miseria que nos envuelve ahora, ¡y esta será la carga más pesada que deberé llevar por el resto de mis días!
- “¡Atrápenles, no les dejen huir!”, -vociferaron los pocos que se dieron cuenta de la maniobra. Yo vi el auto doblar la esquina y pude -al fin- acercarme a mi hijo; nos abrazamos y abandonamos en silencio el garaje.
-Vamos al palacio de gobierno a una asamblea popular-. Escuché –luego- el anuncio de dos compañeros, desde sus paraguas; mas nadie les prestó atención. Intuíamos –tal vez- que la oportunidad de cambiar el curso de la historia nos había dejado atrás. Fueron pocos los que vieron al vice-presidente subir al montero negro. El resto, por su parte, siguió gritando sus consignas: “¡Ni el cachetón ni Palacio son la solución!”.
2
Con mi hijo corrimos a nuestro auto, estacionado a cinco cuadras del edificio. Allí esperaban mi esposa y nuestro pequeño de meses. Sin preocuparme por las ropas mojadas, me puse al volante, seguí la 6 de Diciembre hasta desembocar en la 10 de agosto, subí por la Olmedo y luego entré en la Benalcázar. Allí, para sorpresa de mi familia, encontramos al auto de Palacio avanzando delante de nosotros. Habíamos realizado el mismo tiempo, aunque por caminos diferentes.
Fuimos hasta la calle Chile y, al acercarnos a la casa de gobierno, encontramos un grupo de 60-70 aprox. de personas bajo la lluvia. Yo hice sonar la bocina de mi auto para prevenirle al chofer del galeno de aquella situación. Demasiado tarde. Él trató de estacionarse justo frente a la puerta de ingreso, pero la multitud actuó de inmediato; sin saber siquiera quiénes iban adentro, comenzó a entonar sus proclamas.
Yo no supe cómo reaccionar frente a ello y seguí con mi auto al primero. Segundos antes yo había dicho a mi esposa: “Con este grupo, más los que vienen desde CIESPAL, posesionaremos al nuevo presidente; luego éste convocará a una asamblea con el pueblo”. Tal como habíamos acordado los otros forajidos antes de ayudarle a huir de Ciespal. Y no fue así. La multitud se acercó al automóvil negro para golpearlo, arrojar botellas con agua, maderas, al grito de: “¡Rateros, sinvergüenzas!”
Yo me acerqué a ellos para comunicarles que en ese vehículo estaba Palacio, que en CIESPAL habíamos acordado reunirnos aquí con él para... No aceptaron más palabras. Se nos fueron encima. El chofer del 4x4 retrocedió. Sólo entonces me di cuenta de dos errores: ¡Yo interrumpía con mi auto la salida ante una posible emergencia, y tampoco debí decir el nombre de la persona que iba adentro!
Para ambos casos, cualquier acción era extemporánea, puesto que la turba se volvió más agresiva y empezó a corear: “¡Muerte a todos!”. Yo puse mi cuerpo para cubrir la retirada del vice-presidente y, por un instante, logré ver su rostro: desencajado y con los ojos humedecidos. El chofer hizo una maniobra y logró salir a la calle Benalcázar de nuevo, no sin antes arruinar mi auto.
A las 20:30, un montero negro pasaba aprisa por San Francisco. Para mí estuvo claro lo que sucedería luego: yo supe con exactitud a dónde iba el chofer.
Volví al sitio donde dejé a mi familia y de pronto me di cuenta que la gente estaba intentando voltear también mi auto. Los tres militares que custodiaban la entrada al palacio de gobierno no podían impedirlo. Yo, al ver a la multitud enardecida contra mi esposa e hijos, sentí desfallecer, no de miedo, sino porque tales escenas me parecían tomadas de algún film de Fellini, y del que sólo reaccioné cuando escuché a ella, con mi bebé en brazos y el otro hijo de nueve años abrazado a mi compañera, suplicando que no les hagan daño, con el llanto más amargo y rostros que alguna vez pude ver o consiga olvidar.
-¡No hagan daño a mis hijos, por favor!- Suplicaba ella. Por fortuna la multitud reaccionó.
-¡Es el pueblo!- gritaron, -¡es el pueblo, no les hagan daño!-. Aunque nada evitó que algunos se acerquen a revisar los compartimentos del auto, con la excusa de controlar quién vino adentro con nosotros. Buscaban la cabeza de cualquier dirigente o político conocido para hacer de esa noche, la mejor de sus jornadas.
Yo, en mi ceguera, no me preocupé de los míos, sino más bien que –con la euforia del instante- quise convencerles de que no podíamos botar a todos, como fue la consigna aquellos días. -Debemos posesionar al vicepresidente hoy mismo, de lo contrario todo saldrá fuera de control-. Argumenté. Los militares se acercaron para advertirme que me calle. Los que no estaban de acuerdo con la violencia pidieron que abandone el lugar de inmediato. Otro sector comenzó a vociferar: “¡Mátale, mátale!”. Yo volví la mirada a mi familia y, al fin me di cuenta de mi irresponsabilidad; sentí vergüenza frente a mis hijos, subimos al vehículo y, aunque la gente arrojaba objetos contra nosotros, logré abandonar el lugar; luego, igual que Palacio, pasamos por San Francisco, bajo la lluvia; sólo que yo manejaba con dirección a los túneles de San Roque, de regreso a casa.
Al otro día leí en El Comercio: PALACIO SE POSESIONA CON LA VENIA MILITAR. Y ello me puso más irritable. Hoy que escribo estas líneas (27.04.2005) reviso –de manera superficial- los periódicos a fin de no enfermar.
Sé que nos fuimos en contra del más débil. Le echamos del sillón presidencial y luego el locutor, escondido tras gruesos barrotes y con guardias de seguridad, gritaba desde los micrófonos: “El objetivo se cumplió, vuelvan a casa, FORAJIDOS”. El cardiólogo, por su parte, embravecido en medio de los militares, nos escupió en la cara cuando al afirmó que él es la única opción para nosotros, e igual que Gutiérrez, nos ofreció un nuevo país.
-Felicito al heroico pueblo de Quito y a su juventud-. Vociferó después, solemne y descarado, a través de los medios.
-Buen trabajo –escucho el eco de voces tras Carondelet, voces naranjas, voces de socialistas que no saben que hacer con un cuchillo en sus manos, voces con poncho y alpargatas, voces de dinosaurios desde el congreso, desde la molinera nacional, desde el cortijo, voces y voces que me gritan y se burlan de mi cada noche en la almohada.
–Vuelvan a casa, Foragiles, la tarea terminó.
He pedido disculpas a mi familia por haberles expuesto a tales peligros esa noche; sin embargo, les he dicho también que debemos cultivar nuestra capacidad de reacción, porque de lo contrario, tanto apesta la injusticia, los desechos, que al final terminamos acostumbrándonos a ellos.
-Apaga la radio-, me pidió, entonces, mi hijo.
Sonntag, 16. September 2007
GIORGIOS SEFERIS
Giorgos Seferis was born in Smyrna, Asia Minor, in 1900. He attended school in Smyrna and finished his studies at the Gymnasium in Athens. During the Second World War, Seferis accompanied the Free Greek Government in exile to Crete, Egypt, South Africa, and Italy, and returned to liberated Athens in 1944. He was appointed minister to Lebanon, Syria, Jordan, and Iraq (1953-1956), and was Royal Greek Ambassador to the United Kingdom from 1957 to 1961, the last post before his retirement in Athens. His wide travels provide the backdrop and colour for much of Seferis's writing, which is filled with the themes of alienation, wandering, and death.
El papel blanco duro espejo
El papel blanco duro espejo
sólo devuelve eso que fuiste.
El papel blanco habla con tu voz,
tu propia voz,
no aquella que te gusta,
tu música en la vida esa que derrochaste.
Puede que no vuelvas a ganar si lo deseas,
si te clavas a esa cosa indiferente
que te lanza atrás ahí dónde empezaste.
Viajaste, muchas lunas viste muchos soles,
tocaste muertos y vivos,
sentiste el dolor del bravo mozo
y el gemido de la mujer,
la amargura del niño inmaduro,
cuanto has sentido se derrumba sin sustento
si a éste vacío no te fías.
Quizás ahí encuentres cuanto creíste perdido,
el brote de la juventud,
el justo naufragio de la edad.
Tu vida en cuanto diste,
este vacío es cuanto diste,
el blanco papel.
Rosa del desierto
Rosa del desierto, encontrar querías con que herirnos,
más, como el secreto que va a liberarse, te inclinabas
y era hermosa la orden que aceptaste dar
y era la sonrisa como una espada alerta.
El ascenso de tu cielo animaba el universo,
de tu espina se arrancaba el designio del camino,
nuestro impulso se insinuaba desnudo a poseerte,
era fácil el mundo, un simple latido.
Dijiste hace años
Dijiste hace años: En el fondo soy un asunto de luz.
Y ahora todavía al apoyarte en la ancha espalda del sueño,
aun cuando te hunden en el pecho aletargado del pronto,
buscas rincones donde el negro se ha gastado y no resiste,
buscas a tientas la daga destinada
a perforar tu corazón y abrirlo a la luz.
Deja ya de rondar el mar
Deja ya de rondar el mar
y los pellejos de las olas empujando los navíos,
bajo el cielo estamos nosotros los peces
y los árboles son las algas.
Donnerstag, 6. September 2007
MI ENCUENTRO CON DIETMAR SCHÖNHERR Y ERNESTO CARDENAL
a Rómulo Coello,
en una cama de hospital
Dietmar Schönherr, durante los años de la revolución sandinista
Mis sentimientos a él son de gratitud por los detalles que en éstas líneas me atreveré a narrar. Terminaban los años ochenta de siglo pasado (qué temible hablar así del tiempo), cuando tuve la oportunidad de trabajar como actor en el Shauspielhaus (la Casa de Teatros) de Zürich en el montaje de la obra Humillados y ofendidos, de Fiodor Dostoievski. Allí participó también en el rol principal uno de los más entusiastas defensores y soporte en Europa de la causa nicaragüense posterior a la revolución: Dietmar Schönherr, con quien, debido a nuestra cercanía durante los ensayos, entablé una amistad memorable.
La Casa de Teatros de Zurich
Atento a las instrucciones del director de escena, nunca lo vimos discutir con él, peor enojarse ante sus observaciones: escuchó en silencio cuando él hablaba, sus ojos fijos en los del regiseur, aunque de ninguna manera desafiándolo, sino más bien como muestra de que no eran sus ojos, sino las puertas de su alma las que estaban abiertas seguir el desarrollo interior del personaje. Lo intentaba una y otra vez a fin de lograr el espíritu de la obra que el director buscaba imprimir en el escenario; para él estuvo claro: el teatro es un trabajo de conjunto.
Acercarnos a él fue como llenarnos de energía para los más jóvenes. No era el anciano que tiene siempre una respuesta bajo la lengua, tampoco iba por los pasillos del teatro dando consejos o pateando las paredes en desplantes de rabia. De él la constancia, el desafío y obstinación para enfrentar al personaje (igual la vida) en su proceso creativo hasta las últimas consecuencias, incluyendo el suicido.
Un día, mientras esperábamos el momento de ingresar al escenario, (yo era uno más del equipo y, debido a la insignificancia de mi personaje, ayudaba a Dietmar tras cortinas a cambiarse de vestuario, seguido de un retoque del maquillaje. En la oscuridad acomodé parte de la utilería para la siguiente escena y volví a mi sitio tras bastidores) él encaminó de manera sutil nuestros diálogos hacia algo que nos identificó desde el principio: Nicaragua. Recuerdo bien nuestras charlas sobre la revolución, nuestra inutilidad al enterarnos de las nuevas bajas y sufrimientos de los muchachos en combate frente a sus antiguos compañeros de armas: la Contra nicaragüense, apoyada por mercenarios internacionales, por ex miembros de la temible -en tiempos de Somoza- Guardia Nacional, unidos a los marines norteamericanos y sicarios que obtenían sus sueldos en dólares por parte de la CIA. Él me reveló la organización interna del gobierno luego de la era somocista, sus aciertos, fortalezas, sus lados débiles y errores, la falta de recursos económicos para cumplir con la oferta de impulsar al país hacia el sendero del desarrollo, el embargo comercial impuesto por EE.UU. que se oponía al camino elegido por su gente. En silencio y lleno de fascinación escuché tales opiniones que fueron materia de fuego en mi formación personal, y de ello no guardo sino gratitud en mi corazón.
Al finalizar la temporada me propuso ir al otro lado del mar con el objetivo de asumir la sección teatro de la Casa de los Tres Mundos, un centro cultural creado por él y sostenido a través de diversas organizaciones desde Europa. En Granada, la tierra del mismo Rubén Darío, yo debía trabajar con soldados que no dejaban aún su niñez, a fin de apoyar la causa de los sandinistas en el gobierno. Sus padres pertenecieron a una generación con linaje revolucionario, altivos y reaccionarios que, entre sublevaciones, el humo de la pólvora (que enciende la sangre hasta perder el miedo a la injusticia) apenas si tuvo espacio para juegos propios de su edad, como el amor, las aventuras o los viajes, porque la vida para ellos transcurrió en un pozo lleno de oscuridad, donde el olor de los muertos fue su condena, lo mismo el hambre. La violencia fue la energía para sus espíritus vigorosos que un día siguieron el sendero abierto por el indígena Augusto Sandino, asesinado por la Guardia Nacional, hasta derrocar al dictador 45 años más tarde e instaurar una nueva patria.
Jóvenes guerrilleros durante la toma de Managua
Ingreso triunfal del FSLN
Con fusil en mano, muchachos de 13, 15, 16 años, nícaros al fin, igual que sus antepasados, cuyas enseñanzas iluminan aún nuestros senderos mil años después de poblar esas regiones, sin saber leer, con los estómagos vacíos, sin preparación en el arte de la guerra, -al contrario de las huestes somocistas-, combatieron cuerpo a cuerpo, movidos más por el vigor de la edad que por la fortaleza de sus manos, con sus huesos en el fango contra un enemigo que en muchos casos eran sus hermanos, sus padres y hasta sus amigos de la calle, no de la escuela, porque en los barrios pobres de Managua, o en las zonas rurales apenas el 36% de infantes iban a los centros educativos. Un ejército de niños fue tomándose –casa por casa- la capital, luego los demás pueblos: Granada, León, Los Zarzales, Masaya, Matagalpa... e iban poblando a su paso los caminos con hermosos retoños de esperanza.
Y yo debí a sus hermanos menores e hijos iniciarles en el camino de las artes escénicas! El teatro debía estar –tal fue mi concepción en el proyecto que presenté a Dietmar- subordinado a una causa, en este caso a la revolución, igual que en la época del renacimiento fue a los mandatos de la iglesia; los poetas estaban comprometidos con la religión, o en el ciclo dorado del teatro ruso, los actores fueron, antes que nada, camaradas.
*
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Lo que sucedió con la revolución en manos de sus dirigentes, es otro capítulo. Con el tiempo aprendí que los extremos en cuestiones de la vida tienen doble filo: si un individuo no abre su corazón y se deja llevar por los impulsos del grupo, termina siendo cómplice del desengaño, porque éste cierra los ojos y actúa como si la historia se tratara de un golpe de suerte, en vez de seguir las luces de la razón. Triunfo o fracaso son palabras relativas que dependen de la óptica de quien las mire, o de quien las experimente; más en cualquiera de los dos caminos es difícil precisar de manera objetiva las causas que nos llevó a tal estado, pues donde unos ven sólo errores, otros hallan virtudes. Si en el silencio de la habitación, frente al espejo, hacemos un mea culpa, veremos que no siempre son lo demás los causantes de nuestros males.
Buscar culpables para el fracaso del FSLN, y cerrar los ojos frente a sus errores, es admitir que ellos estuvieron bien durante los 28 años como gobierno o como fuerza opositora, mientras Nicaragua es uno de los países más pobres de América Latina, superando apenas a Haití y seguido de Bolivia: un país carente de empresas productivas eficientes, donde la desocupación bordea el 17%, el subempleo el 55%, con dos millones de personas viviendo en el extranjero, especialmente en los EE.UU. México y Costa Rica, cifra que se incrementó a partir de 1990, al terminar el mandato sandinista, cuyas remesas de dinero son el primer rubro de ingreso de divisas al país; con altos índices de violencia social, una gran acumulación de riqueza en pocas manos, como antes de 1979… mirando estas cifras me pregunto hoy si valió la pena la muerte de más de 50.000 personas en tiempos de la revolución.
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Antes de abandonar Somoza su hacienda llamada Nicaragua, él contrató un avión comercial para meter allí cuanto pudiera acompañarle a su nuevo hogar: Miami. Sus perros de raza, sus gatos, la cerámica de la dinastía Ming, la colección privada de los precolombinos mayas y nícaros (que luego terminaron en el museo de Washington, cerca a la Casa Blanca y donde deben ir sus verdaderos dueños para admirar hoy su historia), los oleos religiosos del siglo XVII, las piezas de orfebrería con incrustaciones de piedras preciosas… en fin, si Nicaragua hubiera cabido en las bodegas del avión, se la habría llevado, puesto que él consideraba a ésta como su propiedad; total, las autoridades aduaneras del norte, con una llamada superior, se hicieron los ciegos para permitir ingresar al país todo ello sin declaración alguna.
Fue el regreso de un lacayo rico y a la vez generoso que traía su dote –como boleto de entrada- para gastarlo en el país de quien por muchos años lo mantuvo en el sillón; más, cuando estuvo allí, una parte de la fortuna se gastó en la defensa -a través de un buffet completo de abogados- para evitar su deportación y evadir así las múltiples acusaciones de la justicia en Managua, cuando los demócratas, en su afán por ganar los votos de los emigrantes del sur, insistieron ante el congreso norteamericano que se lo debía juzgar por sus actos de corrupción y delitos de lesa humanidad contra su pueblo durante las décadas en el poder. Se le confiscó algunos bienes bajo la figura de haber estafado al fisco con falsas declaraciones de impuestos, las cuentas bancarias en EE.UU. fueron congeladas y esos dineros -sin que nadie pueda precisar una suma exacta- terminaron con el tiempo en la reserva federal del imperio y de allí salieron los 60 millones de dólares que la Casa Blanca entregó a Nicaragua para su reconstrucción, como una muestra de apoyo a la causa sandinista, pensando que con ello, a manera de coima, los miembros del FSLN iban a seguir las instrucciones de Washington, pero tal cantidad fue destinada para combatir la Contra (sin fiscalización alguna). Aún así, nadie tocó los otros dineros -que él y su padre acumularon durante las épocas al frente del gobierno: las cuentas del extranjero siguen en los calurosos bancos de Islas Caimán, o en las frías e intocables bodegas de Liechtenstein -a nombre de sus herederos.
La situación de aquel huésped en Miami se volvió insostenible, y cuanto más se demoraba en tomar una decisión el imperio, menos votos significaba para los republicanos, por lo que el régimen de Reagan facilitó la salida de Somoza al Paraguay, donde recibió asilo, como si se tratara de un perseguido político, para convertirse en huésped ilustre de su anfitrión: el sátrapa Strossner. Salió a la madrugada en su avión particular, con su esposa, sus perros, sin el botín que sacó de Managua y con una orden internacional de arresto. Así paga el imperio a sus lacayos. Noriega, Sadam Hussein, Deuvallier, Iddi Amin Dada, son algunos nombres apenas.
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El régimen sandinista ocupó mucho tiempo en disputas internas por el poder y no fueron capaces de unirse para enfrentar la grave crisis social, así como estuvieron durante las épocas de sublevación; a ello se debe añadir los actos de corrupción en el ejercicio de su mandato, nepotismo, abuso de autoridad, persecución y hasta cárcel para quienes no compartían sus ideales de perpetuarse en el gobierno (ante la hipocresía, el silencio de la izquierda internacional, de los grupos de derechos humanos, las ONGs, las fundaciones extranjeras que aportaban grandes sumas de dinero de países amigos orientados a la reconstrucción de Nicaragua. Según ellos, a un lado estaban los causantes de la miseria, a quienes echaban la culpa de los males del país –y tenían mucha razón, mientras que al frente estaban ellos cubiertos con la aureola de salvadores). Nadie responde hasta hoy por la utilización de fondos estatales sin dejar huella alguna de su uso. Se confiscó empresas, edificios pertenecientes a Somoza y sus colaboradores y, muchas veces, en lugar de volverlos centros educativos u hospitales, fueron casas particulares de algunos dirigentes del FSLN.
Ante la insatisfacción de su gente sólo fueron capaces de ofrecer promesas cargadas de demagogia. Se repartió los suelos –que fueron de los terratenientes somocistas- entre los campesinos, pero no se les brindó ayuda técnica, no se les enseñó a comercializar, no se les dio créditos para los cultivos, aunque se podrá argumentar que la mayor parte del presupuesto estuvo orientado a la defensa de la contraguerrilla, o que el embargo económico impuesto por EE.UU. hizo que disminuyeran los ingresos. Mejoró el sistema educativo, pero la juventud al terminar sus estudios, no tenía más opción que la militancia partidista, traducida en burocracia estatal. Se impuso restricciones a los medios de comunicación que no profesaban los ideales revolucionarios, acosaron a los grupos de oposición, no fueron independientes de la influencia de otras naciones, como Cuba o la ex URSS. El régimen manipuló la dirección de la economía para lograr un sistema que convine la iniciativa privada con las empresas públicas propias de una economía socialista. Controlaron los bancos, el comercio exterior, las aduanas, las telecomunicaciones, los puertos, sin permitir el acceso de capitales frescos y tecnología, provenientes del sector privado, a esos campos. Su fundamentalismo ideológico –con Daniel Ortega a la cabeza y un grupo de desplazados ideológicos- les impidió mirar más allá de la crisis en que estuvo hundido el país.
Como puntos favorables se puede decir que bajó la cifra de analfabetismo, la tasa de mortalidad infantil, se incrementaron hospitales y médicos, se extendieron grandes jornadas de vacunación… pero no se incrementó la producción –algo que sucede hoy en Ecuador, donde el gobernante de turno habla de todo, menos de trabajo- y así las buenas intenciones de los sandinistas no fueron suficientes para sacar a Nicaragua de su depresión económica y por tanto de su pobreza.
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Han pasado muchos años de ello, y he aquí el pueblo que vio emigrar sus hijos al extranjero, porque su casa se había convertido otra vez en una fosa llena de ratas y carroña; como en las épocas oscuras el pueblo al que se le azotaba y luego agradecido besaba la cruz y el látigo de sus verdugos, olvidó tales errores y eligió otra vez a Ortega como su presidente, ¡el mismo Ortega que fue echado del sillón presidencial hace 17 años! y que nunca aprendió el significado de las palabras solidaridad, desprendimiento, el que tuvo la oportunidad de convertir a Nicaragua en un país próspero, donde trabajo y justicia sean un mismo verbo de acción y no meros enunciados de campaña electoral, pero en vez de ello se dedicó a destruir a sus adversarios, a buscar las maneras de perpetuarse en el gobierno engañando a la gente que confió en él con subsidios y limosnas, maquillando cifras -en vez de sincerar los gastos de la administración, a fin de satisfacer su vanidad interior, igual sus esbirros y no entendió que el progreso, el desarrollo tocan una vez cada cien años las puertas de los pobres.
Fue acusado por su hija de abuso sexual (su entrega en el lecho amoroso adornado con pétalos de rosas e inciensos será la mejor contribución a la causa revolucionaria, confesó ella en una oscura sala de investigaciones, con fiscales nombrados por él -como cuota de poder durante el periodo de Arnoldo Alemán, luego de sufrir tales abusos desde los 12 años hasta cuando tuvo el valor de denunciarlo: a los 28. Perdió la causa, y ella tuvo que emigrar a New York, huyendo del acoso psicológico al que fue sometida antes y después del proceso) mientras él desde la oposición -que fue mayoría en el congreso durante 16 años- torpedeaba cualquier proyecto de ley favorable al país, convencido que si a Nicaragua le iba mal, él volvería pronto como su salvador.
Tres veces intentó llegar de nuevo al palacio de gobierno, luego de perder las elecciones en 1990, cuando lo más prudente habría sido renunciar a ello a fin permitir que nuevos personajes de la política asuman las riendas del gobierno, donde él no dejó más que desolación y miseria; pero tales engendros no sólo que son cobardes en su interior, sino que están llenos también de trabas emocionales, de ríos turbulentos que no han podido superar y para quienes el ejercicio de poder es una terapia intensiva, aunque agradable, de desintoxicación espiritual. Por ello cuidan sus sillones. Sin paz interior, sueñan e imaginan confabulaciones, viven en tinieblas rodeados de cuerpos de seguridad. Se empeñan en mantener al pueblo sumido en la ignorancia porque hacer lo contrario significa el ocaso de sus estelas, cuando en el tiempo del gran reloj sus vidas no son más que estrellas fugaces en la noche, asteroides que caen del cielo y desaparecen por siempre, sin que el universo se haya alterado.
Con sus ideas mesiánicas de ser los guías que un pueblo espera -en medio del desierto, sin ver la humildad de sus maestros o convencidos que pueden superar la grandeza espiritual de los mismos, son iguales a los cuervos que viven de carroña, a las ratas de alcantarilla que se alimentan de heces y no de la luz plena del día.
En las últimas elecciones del 2006, él renunció a su pasado revolucionario (lo que nunca fue), vistió camisas y pantalones adornados con motivos precolombinos, no el uniforme del guerrillero que echó del poder a Somoza, a su familia y ministros escoltados hasta el aeropuerto –cuando no- por un batallón de marines norteamericanos–, no las chaquetas verde oliva de los años ochenta que usó a diario, cuando manipulaba a capricho los destinos de la nación: fue el blanco del cristianismo manejado hábilmente por un grupo de asesores de imagen provenientes del extranjero. Así pidió perdón, durante sus recorridos en busca de votos, admitió los errores de su primera administración para -a llanto seguido- besar la cruz, bailar y cantar en la tarima electoral, rodeado de inocentes muchachitas en minifalda, mientras conversaba por celular –bañado en sudor- con empresarios de Wall Street, a cuyos representantes en épocas de turbulencia los expulsó del país, o llamaba a sus antiguos camaradas para pedirles –otra vez- apoyo internacional. Y el marketing, una perfecta manipulación de psicología de masas, cumplió su objetivo: ¡Ortega volvió al poder!
Pero seré yo quien deba juzgar aquella época sombría de Nicaragua, sino su pueblo; más, seguiré narrando de mi encuentro con Ernesto Cardenal. Ya Dietmar me había advertido de la llegada de éste a Europa y de la posibilidad de participar yo en el encuentro que ambos tendrían en casa del actor. Me aseguró que uno de sus objetivos era entregarle mi propuesta de trabajo. El poeta llegó a Zurich, Dietmar y su esposa lo fueron a recibir en el aeropuerto; yo estaba, por cierto, demás aquella noche, pues ellos no solo que tenían afinidades políticas, sino también una gran amistad y deseaban tener su espacio.
Fue un viaje de rutina. Él se encargaba de buscar ayuda económica para la causa sandinista en naciones de la todavía segmentada Europa -y no alineadas con la política estadounidense, para cumplir los proyectos de su nación, canalizándola a través de varias organizaciones –estatales o particulares, como Terre de Homes- de cara a las nuevas elecciones de 1990, en las que el gobierno sandinista –estaban seguros- iba a triunfar con facilidad. Y el viaje –esta vez- no era sino un adelantarse a los resultados en las urnas.
Dos días después de su llegada recibí una llamada de Dietmar: mi propuesta le había encantado al poeta. “Ven acá”, me dijo muy amable al teléfono, “que vamos a conversar contigo”. Fue allí cuando tuve la oportunidad de conocer a Ernesto Cardenal: un cura que irradiaba energía, confianza, seguridad, pero sobre todo sencillez, algo que a los intelectuales y clase política de estas regiones tropicales les falta aprender. Apenas si conversaron de literatura. Yo soy un seguidor de su obra, de su actitud frente a la vida, y esto él lo pudo percibir aquel día lluvioso de abril; por lo que hablar de tales emociones personales allí era inoportuno y más en momentos cuando la Contra nicaragüense había empezado a recuperar regiones donde los sandinistas no podían hacer presencia militar, el gobierno norteamericano declaró años atrás el embargo comercial y diplomático a Nicaragua y ello causaba serios estragos en la economía nacional. Un oscuro militar, cuyo nombre -Oliver Norton- suena a moscas y carroña, fue el encargado de triangular los fondos provenientes de la venta de armas norteamericanas a Irán (¡!) para financiar la guerrilla.
Sí, habían temas demasiado importantes como para dedicar ese tiempo al oficio vago de discutir sobre autores y libros: la lucha del pueblo nicaragüense estaba en peligro, unido a los errores del régimen sandinista, aún cuando el poeta intentase suavizar tal imagen y en cada conferencia o foro –de los tantos que debía asistir- explicaba los logros de la revolución, con igual vehemencia que en su libro Vuelos de victoria.
Dietmar en junto a su esposa en el tiempo de la vejez
La gira en Europa llegó a su fin y él volvió a su país, mientras yo tuve suerte de ser contratado para el montaje de la obra Kinder der Sonne, de Máximo Gorki y después para un revue musical llamado: Ende gut, alles gut (Un final feliz). En cuanto a mi proyecto, estaba planeado que yo iría al finalizar la temporada de presentaciones. Ellos me ofrecían al otro lado del mar comida y hospedaje, el resto de gastos iba por mi cuenta. Con el salario en mis manos que recibí del Schauspielhaus de Zürich, decidí tomar vacaciones en Asia, antes de volar a Centro América.
Fue la primera vez que volaba fuera de Europa. Bali fue mi paraíso durante tres semanas y también el infierno donde sufrí mi primera derrota ante la vida. Un día desperté en una blanca y con olor a desinfectantes sala de hospital, rodeado de personas que no hablaban ningún idioma conocido por mí: fui victima de cuatro convulsiones -de origen epiléptico- seguidas, lo que dañó de sobre manera mi cerebro. Allí permanecí seis días, sin visitas, adormecido y desconectado por completo del mundo. Abandoné el lugar y me refugié –por recomendaciones de una enfermera musulmana que chapuceaba algunas frases en inglés- en un hotel familiar en los alrededores de Kuta, donde tuve mucha suerte de entablar una amistad perdurable con la familia Asri, quienes en adelante, y sin dinero a cambio, me ayudaron a superar mi estado con paciencia: durante dos meses no pude caminar sin compañía por temor a repetirse las convulsiones. No recordaba –hasta hoy- muchos pasajes de mi vida, tampoco pude –o mejor, no me atreví tomar un avión por no despertar de nuevo en un hospital; así que decidí –no había otra alternativa- quedarme en la isla hasta superar mi dependencia de otras personas, lo que tardó seis meses.
En adelante no volví a ver a Dietmar o al resto de amigos en Europa, muy a mi pesar; aunque también tuvo sus ventajas, pues ello hizo reorientar mis objetivos. Nada es más peligroso que la nostalgia y yo no caigo más en sus redes.
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