Texto de Rafael M. Arteaga
El
encuentro con un libro es como el amor a primera vista: nos vemos, empatamos y ¡ya no podemos detenernos! Su lectura es ese duelo
entre amantes por poseernos uno al otro, por conquistar
aquellos territorios llenos de misterios a nadie revelado antes. Cuando un
libro ha sido descifrado, pierde la magia que nos unía a él y ese momento acaba
en el papel de reciclaje; lo que no sucede con un gran amor, o con un buen
libro, porque en ellos siempre hay algo que descubrir y explorar; con sus
páginas volvemos –de modo inevitable- al optimismo por la vida de Whitman, a la
solidaridad de Vallejo, a los salmos de la Biblia, a la oscuridad y belleza del
feudalismo de Dante: uno busca y obtiene lo que teme o ama.
Hace
poco en Ecuador un amigo me preguntó cuáles eran las nuevas tendencias de la
literatura en Europa, o en Asia; fue difícil responder, mas intenté resumirlo
así: la escritura de hoy tiende a ser lo que fue al principio de los tiempos -es
la narración extensa alrededor de la fogata, la antigua ceremonia de la tribu engrandecida
hoy por los medios de comunicación, las salas de teatro, la música, inclusive
el deporte.
Una
obra, en cuanto halla el camino del éxito, se aleja de su origen -el libro- e
ingresa a la compleja red ventas. Asoman nuevos héroes y heroínas, acorde con
el tiempo en que vivimos: los personajes del Señor de los Anillos son más seductores
para mis hijos que Blanca Nieves o Caperucita Roja con sus aburridas historias de
nuestra infancia. High School, que primero fue libreto (un libro sin publicarse
antes del estreno de la película) rompe taquillas en cines y sus musicales son
reproducidos en las salas más exigentes del mundo, junto a una -de plano
incontrolable- invasión de productos identificados con su imagen, como prendas
de vestir, celulares, video-juegos, telenovelas, por mencionar algo.
Son
los frutos de la era cibernética, la era de los grandes cantantes, de los deportistas
empeñados en imponer un record, los nuevos millonarios de la tecnología y las
armas. El Rey del Pop suena mejor a los oídos de nuestros hijos que Tutankamon.
Leonel Messi es más interesante que La Noche Triste de Cortez. Las ediciones de
cómo Bill Gates creó su imperio se venden mejor que miles de títulos publicados
en el mundo durante el primer semestre del 2007.
Algunos
intelectuales pueden argumentar que ello no es, de modo alguno, literatura; yo
pregunto entonces, ¿cómo se denomina al oficio de escribir y cuál es su
objetivo? ¿Quién no busca llegar al mayor número de lectores posibles, romper
las barreras del idioma y solidificarse en el tiempo con sus obras? Que el
artista debe comer de la actividad que realiza, no admite discusión, pero ello
no es en sí la misión del arte; el creador -o como se lo quiera nombrar- hace
mucho que dejo de ser -en palabras de Huidobro- el pequeño dios y pasó a ser el obrero (o prostituta) que debe producir
cada vez mejor para salvar el mercado editorial, primero, y luego comer.
La
gran literatura adquiere cada día una nueva dimensión, no se recicla, como la
cantidad de libros publicados hoy, cuyas páginas -escritas con miedo- no
descifran el comportamiento humano a lo largo de la historia y no son capaces,
por tanto, de acompañar al lector en su desarrollo intelectual e histórico.
Tras cada lectura, Joyce, o Kavafis, son diferentes para mí. Si las
matemáticas son fascinantes porque los números son abstractos -antes que
infinitos, lo mismo ocurre con las grandes obras de literatura: no es la
belleza, es el misterio lo que nos atrae a ellas; la palabra belleza es tan vaga
e insoportable, como afirmar que dios existe a través de una flor.
El
libro en nuestros días -con el apoyo de la tecnología- vuelve a los orígenes de
la tribu, donde la narración -unida a la hechicería, a las ceremonias de
sanación, de apareamiento colectivo, incluía danzas, sacrificios de
animales, diálogos con los espíritus; donde no hubo división de géneros sino
que se expresaba - en palabras de Manuel Mejía-, en un gran canto, como la vida
misma en todas sus etapas.
Los
autores que renovaron la literatura asumieron siempre una actitud política
frente al mundo y la creación. Pound definió su postura ideológica acercándose
al nacionalismo fascista de Mussolini. Neruda estuvo comprometido con el
socialismo, Whitman defendió los antiguos valores occidentales, cuyos orígenes
se remontan a Grecia y Roma.
Ellos nos enseñaron también que cada fragmento, verso
o página puede funcionar de manera aislada, ser el principio o el final; que
podemos empezar a leer el libro desde cualquier parte y siempre habrá en ellas
la pasión de la primera vez en nosotros, porque los textos son como un espejo
que, al caer al suelo, se divide en miles de mundos posibles, en los que cada
lectura es un nuevo viaje. No se ha inventado el agua tibia, Cortázar lo retoma
en 62, Modelo Para Armar. Eduardo Galeano lo logra con Memorias del Fuego.
Igual sucede en El Quijote, la Biblia, Ulises de Joyce; Eliot, que incluye en
sus páginas diálogos en otros idiomas, citas textuales de la crónica roja,
fragmentos de teatro...Hay libros -como amores- que pasan pronto, en cambio otros
se quedan hasta en las cenizas de la memoria: sublimes y tormentosos, tal mi
relación con Cantos, de Pound, o El Túnel de Juan Carlos Oneti, que me
llaman a abrir y a amar sus páginas de modo inevitable, como si fuera la última
noche entre amantes.
Los
ismos tuvieron su carta de expiración en mismo día en que nacieron. Se probó de
todo: sincretismo, surrealismo, creacionismo y cuantos más se quiera
añadir aquí, y al final nos daremos cuenta que escribir es entregar un mensaje –directo,
preciso-; es un oficio de largo aliento que requiere disciplina, constancia.
El
lector de hoy es cada vez más exigente. Ya no busca –como antes- el placer
de la lectura en sí, sino que cuestiona también, que exige ser parte de la
trama y de la solución del conflicto. En El Código da Vinci –por ejemplo-,
él es otro investigador tras la secreta relación amorosa de Jesús con María
Magdalena y el fruto de ambos, una hija, cuyas semillas se extienden hoy
en el sur de Francia; aquí el autor debió ser audaz con el manejo de los
tiempos (tal una película), con la línea central de la obra, la creación de sus
personajes y, como un detective, investigador y sabueso infatigable de temas y
detalles, por insignificantes que asomen, durante el transcurso de la historia.
Son tiempos de vorágine informática, de competencia feroz (leal o no) por
inundar los mercados con nuevos títulos y autores que esperan su turno -o día
de suerte-, igual que un jugador con un numero de lotería en sus manos. La
creación está destinada a un consumo rápido del lector, mientras la industria
editorial lucha por sobrevivir frente a otras manifestaciones que le han
arrebatado tantos clientes, como los deportes o los medios visuales (cine,
televisión) y aquella maldición de hoy: el internet.
Igual
sucede con las artes, aunque aquí por los materiales utilizados y los espacios,
hay más libertad para la imaginación. Algunos artistas incorporan en sus
obras olores (pescados en descomposición, heces fecales), sonidos y visuales
(pantallas inmensas con imágenes de alta definición o tridimensionales); dejan
una sala vacía por completo con sus paredes pintadas de negro, ponen un barco
salvado de la chatarra en la punta de la catedral mayor, cubren el desierto o
una isla con telas de colores; exhiben un pene gigantesco en la avenida central,
como si se tratara de un candidato a la presidencia, hunden cuatro clavos
alrededor de una vela encendida; recortan periódicos, queman los bordes, los pegan
en una pizarra y ya es arte. Ellos dicen que ya no quieren llenar el mundo con
imágenes terminadas, sino con la esencia de la obra. El trabajo sobre los
colores, los tonos, las líneas han pasado a ser un barroquismo en nuestra era.
Y se los premia, se los alienta; mientras más osados, más genios.
Frente
a ello la literatura no tiene otra opción que escribir. Los experimentalismos
idiomáticos no rinden ganancias a las editoriales. Más allá de la ruptura de
los tiempos, de la sorpresa, la fantasía y desafío a la lógica del lenguaje, es
la habilidad de asumir los cambios, es la visión y actitud del autor frente al
mundo que lo rodea lo que vuelve a su libros diferentes e innovadores. La
Biblia trata de mantener una fluidez idiomática, un manejo lineal de ideas que
abarque el mensaje moral a transmitirse. En Homero hay una sedimentación de los
valores propios de la cultura helénica a través de la escritura -que aún está
en proceso de consolidación idiomática y sintáctica. Lo mismo ocurre con La
Divina Comedia. Cien Años de Soledad es la construcción de un mundo que fuera
conquistado y poblado por una nueva generación de razas,
y con ello la solidificación de su lenguaje y su cultura.
Vivimos
en un mundo de economía global y no podemos escapar de él. Si hay un autor
nuevo que lanzar a las turbulentas aguas del mercado, será a quien tenga la mejor
capacidad de reacción -y con él su pensamiento- ante el ritmo vertiginoso de
nuestros días, dejando de lado las viejas verdades, -que son tantas a la vez;
que maneje un lenguaje fluido -no importa si es provocador e irreverente, que
cree un mundo y anime al lector a poblarlo, empezando juntos un viaje, donde
el autor es el esclavo que lleva las antorchas para iluminar las sombras,
mientras la barcaza navega en el río de la memoria al Averno; cuando el lector
descodifica el mensaje, emprende el camino solo, hasta su transformación
interior, toma de posición, o suicidio.
En la
era de las comunicaciones rápidas, el intelectual está cada vez más aislado con
los de su género. Los grandes movimientos literarios han desaparecido. A cambio
se impone el marketing: todo gira alrededor de la imagen. Las
discusiones sobre biblioteca o museo han terminado. Los artistas concuerdan en
que estas dos palabras son el cementerio de una obra. Ahora se habla de cómo
posicionar el producto en el mercado. La misma expresión vanguardia ha sido
reemplazada por niveles de venta. Rómulo Cuello, a quien debo la esencia
de estas líneas, argumenta que ello se debe a la acumulación gigantesca de
capitales y a la sobre oferta de productos y servicios.
Los
posibles mercados –argumenta él- ya fueron conquistados tras las dos guerras
mundiales del siglo anterior. China fue el último reducto al que ingresaron las
transnacionales y desde allí hoy sale mucho dinero para engrasar las tuercas
del complejo aparato productivo mundial. EE.UU. cometió un grave error al abrir
un conflicto militar contra Afganistán e Iraq para adueñarse de sus recursos
naturales, porque las guerras del presente son, más que económicas, de
tecnología: siempre fue así y no hay en el horizonte una luz que nos permita
vislumbrar un cambio de mentalidad.
Los
movimientos de dineros, cuyas cifras son inimaginables y requieren de muchos
ceros para escribirlos, no pueden permanecer ociosos en los bancos y deben ser
invertidos de nuevo -como la maldición de los dioses griegos a Midas- en el
sistema financiero mundial ¡a fin de multiplicarse por 10 o 20 veces durante la
próxima década! Un simple ejemplo, que las trasnacionales más grandes del
planeta (Exon, Chevron, Shell) hayan acumulado 350.000.000.000 de dólares en
ganancias durante el nuevo siglo dice mucho del tiempo en que vivimos, mientras
que en África, China, Nicaragua o, sin ir lejos, en nuestro país, el 30% de la
población subsiste con un dólar diario.
Y
ante este panorama, semejante a los cuadros aterradores del Bosco, las
actividades intelectuales (un microchip o un software para la computadora puede
ser considerado como un acto sublime de creación) no podían quedar inmunes:
los lienzos de pintores célebres se cotizan a sumas exorbitantes, (que es
una manera de ubicar dineros en alguna cartera). Un Van Gogh sobrepasa los dos
cientos millones de dólares. Y si mañana lo ponen a subasta, estoy seguro que
duplica su valor. Se podría argumentar que vale apenas US$ 1.500 y aún así tenemos
que su cifra es abstracta. ¿Cómo se deja calcular una obra en números? El
dinero no existe de forma física, sino es a través del billete o moneda y su
asignación de valor; lo mismo un cuadro o un libro, cuyo único rastro de su
existencia a través del tiempo será -igual- abstracto.
Hoy
se mide el nivel intelectual de una persona por la frecuencia de sitios
visitados en la red, más que por libros leídos; la cantidad de información
acumulada en un disco duro reemplaza a la biblioteca tradicional. Ya no es importante
mencionar en las ocasionales tertulias a Borges, a Hakings, o a quien recibe el
Nobel de Literatura (que son nombres escogidos a través de una estrategia de
mercadeo bien planificada), sino direcciones de páginas web concretas:
facebook, skype, google, twitwer…Quien no tiene su propia página virtual es un
desubicado social, quien no maneja un computador (por lo menos sus principios
básicos), raya los límites del analfabetismo.
Como
en el world fashion, donde se planifica con meses de anticipación para imponer
los colores, las líneas de costuras, los trazos en las prendas del siguiente
verano -o invierno, así ocurre con las artes: se busca temas, colores y valores
que serán las líneas de horizonte para guiarse y producir durante la próxima
temporada. La creación debe ser considerada como un oficio (es el único activo
que tienen los artistas), y no es que éste se haya prostituido, son los
creadores, los mismos que convierten sus obras en simples objetos de valor
comercial al caer en la trampa del consumismo, del reciclaje; aunque tampoco
tienen otra opción. Y así será mientras se privilegie la imagen antes que el
contenido.
Hay una constante aparición de propuestas en el campo cultural, que son absorbidas pronto, transformadas y devueltas con otro empaque al lugar de origen. La producción mundial sigue de cerca las nuevas tendencias, sus maquinas están orientadas allá, y cuanto asome al margen pasa desapercibido, por buena que sea –literariamente- una obra. Hasta segunda orden. Las estrategias de ventas no son novedosas, se perfeccionaron durante el siglo pasado y hoy son más dinámicas. En la década anterior -se decía- que avanzábamos a velocidad supersónica (en referencia a los aviones Concorde, que cubrían la ruta Paris-New York en cuatro horas. ¡Qué maravilla! Exclamaba mi padre, mirando al cielo), mas ahora es en módems: es la velocidad que la banda ancha descodifica y aplica un programa desde el computador.
Sin
desmerecer la calidad de trabajos publicados durante el periodo del boom
latinoamericano, afirmaba Rolf Wild durante una conferencia sobre Literatura e
Imagen, en la Universidad de Zúrich, por 1992, ello no habría adquirido la dimensión
que tiene hoy de no existir entonces una saturación de temas de posguerra en
las librerías y salas de cine de Europa y EE.UU. "Cuando las empresas
dedicadas a la publicación de libros se dieron cuenta de que las ventas
disminuían en una sociedad con niveles de desarrollo sostenido -lo que le
permitió cubrir sus necesidades básicas y dedicarse luego al ocioso habito de
leer, pusieron sus miradas en los barrios marginales de Paris, donde se
hospedaban muchos autores latinoamericanos, en cuyas obras se respiraba la
humedad tropical que envolvía a los clientes de la Casa Verde; el misterio de
regiones pobladas con seres míticos, casi medievales, alquimistas; donde una
muchacha va al cielo en una nube, pero no es la Beatriz de Dante, sino la Bella
Milagros (....) de García Márquez, cuyas obras giran alrededor del pueblo que
él mismo fundó, lo puebla y que al final de sus días -puedo verlo- se mudará a
Macondo (...) El nuevo producto por su nivel de creación, presentado en el
tiempo preciso y con el soporte de una estrategia comercial bien planificada
superó las expectativas de ventas. La novela latinoamericana llego aquí para
quedarse con nosotros. En buena hora."
Escribir
y enviar el libro a participar en un concurso literario es una osadía (desde mi
punto de vista) que raya en la humillación personal del autor, porque la obra
ganadora no siempre merece el premio y el veredicto responde –muchas veces- a
una estrategia de mercado. Otorgar el premio a un escritor es promocionar el
producto con el objetivo de incrementar las ventas; el lector debe sentir la
necesidad de actualizar sus lecturas, llenando los anaqueles con nuevos
títulos, previo a su final en los camiones del reciclaje; por ello, yo no me
enojo cuando mis hijos juegan con ciertos libros, porque –al fin- éstos cumplen
una función social -diferente al de adornar mi estudio- como es el de niñeras.
En un
ataque de rabia, el otro día mi esposa me arrojó a la cabeza una novela de mil
doscientas páginas, -con un billete de dólar como cubierta, para colmo- que me
dejo, como decía Augusto Monterroso: cuan corto soy tendido en el suelo. Si
alguna vez el autor llega a enterarse del suceso, seguro que tendrá un buen
motivo para celebrarlo pensando que su obra cumplió el secreto deseo de todo
escritor: acabar con el lector.
Cuando me recuperé, entendí los argumentos de mis
amigos ecologistas: ¡el calentamiento global tiene su origen en la tala
indiscriminada de bosques para utilizar su madera en la fabricación de papel!
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