Texto de Rafael M. Arteaga
Angkor Wat, Siem Reap, Cambodia.
El caminante lleva palabras,
sólo palabras que en el transcurso
del camino ya no le dicen nada.
El caminante es feliz cuando ve a su hijo
recién nacido en manos de la enfermera,
o cuando vuelve a casa
y, en medio del bullicio de los niños,
se sienta a la mesa para compartir
el pan e historias de tierras lejanas.
El caminante sabe que el tiempo
es fuego, no cenizas,
que la sublime realización de la muerte
tiene lugar en el olvido de sí misma;
por tanto él, en medio del camino,
busca, acepta lo que es,
y en ese lapso el universo
no ha cambiado tanto - como su rostro -.
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