Estoy
escapando de un mundo
que
no pudo detenerme
y
me vio partir,
como la
novia de mi juventud
que
estuvo siempre a mi lado
-sin
percatarme,
hasta
saber de su existencia
cuando
la vi feliz en brazos de su amante.
Y
aún aquí, mientras voy por las valijas,
me
sigue la sombra de mi madre
-que
es mi prisión,
la
casa de tierra,
donde
fui un espectador de mi caída
y necesite ser hábil
para huir de allí,
comprar un ticket de avión
y en pleno vuelo darme
cuenta
de que algo se perdió,
-no sé si
los otros sienten igual-,
algo
que nuestros hijos ignoran,
pero que sigue latente
en las distancias,
hasta volverse en un
karma,
y
es esa constante desolación
que, cuando la
nave toca tierra,
pesa más que nuestros
huesos
con todo su equipaje.
Y como un prisionero
cuenta las horas
que le faltan para
ser libre,
y
antes de ir a dormir traza una x
en
la pared por cada día vivido,
y despierta
con asombro a la mañana siguiente,
mirando
el sol en el patio del vecino,
que
es libre y puede amar a su mujer,
así
espero yo la ocasión de escapar de ella.
El oficial me entrega
el pasaporte.
Yo
respiro con alivio. Tomo mis pertenencias,
y
vuelvo a mirar al avión, listo para otro viaje,
al
cálido sol de la mañana en los cristales
–aunque
la tripulación haya informado
de bajas temperaturas afuera;
busco las puertas de salida y sé
que
la nostalgia de hoy
será
también la nostalgia del futuro,
igual
que el aceite o el diesel para los motores.
Walking around the English Park, at West Lake, in Hangzhou.
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