Freitag, 6. Dezember 2013

EL CLUB DE LOS INMORTALES

El premio para el escritor, más los elogios desmedidos de los ponys en la aldea, fue como alcanzar el zenit de su carrera y no el inicio de un reto que lo habría llevado a lanzarse al abismo de la creación.

Texto: Rafael M. Arteaga

Hace treinta años, fue el primero, y acaso el único ecuatoriano hasta ahora, en ganar un importante premio de literatura a nivel Latinoamérica; luego, su militancia política, más que el susurro de las musas a su espalda, se encargaron de consagrarle en el podio de los inmortales de nuestra aldea.

Recuerdo a una apasionada editora de El Comercio preguntarle, en una entrevista, qué pensaba hacer luego de recibir aquella distinción, tan codiciada por los escritores y por los jóvenes de entonces que soñábamos con dedicarnos al oficio de escribir como una profesión, sin dejar de ser "revolucionarios".

Aún está en mi mente su foto en la portada de la revista. Lucía fuerte y esbelto, como un potro de Arabia. Tuvo un arranque espectacular en una pista llena de ponis literarios en el Ecuador de los años 80.

El escritor que, al contrario de su cara de luchador de la UFC, tenía una voz suave, como el gorjeo de un canario en su jaula, contestó - entusiasmado - que estaba en sus planes o ya tenía cinco novelas listas para la editorial, dos obras de teatro y una más de filosofía que trataba de los significados mutantes en las letras o algo así. Daba la impresión de ir a la velocidad de un avión supersónico. El Concorde -por aquellos tiempos - empezó a unir París con Nueva York en cuatro horas.

Ante la pregunta de si le gustaría vivir en algún lugar especial donde dedicarse a la escritura, su respuesta fue: París. No en vano García Márquez, tan en boga aquellos días, vivió y escribió allá durante su juventud; para nosotros estaba claro que él pertenecía a otra generación, porque nuestra ciudad, en cambio, era New York. Hablo de Vicente Robalino, Jennie Carrasco…Sus historias nos fascinaban por su lenguaje despiadado, brutal, como el jap de un boxeador - directo al hígado, para describir esa herencia casi medieval de Quito a fines del siglo XX, causando rabia en los "viejos y consagrados" escritores de entonces, que no se habìan enterado (o no aceptaban) que la velocidad de las turbinas superó al sonido.

Luego ella quiso saber en qué se inspiró él  para escribir su libro.

- ¡En la lucha del proletariado! Respondió inspirado, con un golpe sobre la mesa.

 Y la periodista, seducida por el entusiasmo del genio, arremetió de nuevo:

- ¿Qué le gustaría ser si no fuera escritor?

- ¡Limpiador de zapatos!

- ¡La cagó! -, gritamos en coro, tras la lectura del periódico en boca de Allan Coronel, moribundos aún y chiros tras la farra de la noche anterior. 

Por aquellos días mi padre, que también frisaba los cuarenta y cinco años, planeaba, igual que el escritor, su retirada. Tenía un quiosco con baratijas y dulces en el bar de una escuelita de barrio. No le gustaba la idea, llegado el tiempo de la soledad, de acabar sus días en una habitacíon sin sol, sin aire; así que imaginaba dedicarse a lustrar zapatos, forcejejando cada día con los guardias municipales por un espacio en el parque del pueblo. No tuvo una juventud espectacular. Recién a los veinte años aprendió a escribir su nombre y, desde entonces, no cambió su firma. Nunca hojeó un libro, no sumó o restó en el papel, pero fue feliz, eso creo, hasta la ultima copa de ron que acabó con su vida.

El premio para el escritor, más los elogios desmedidos de los ponys en la aldea, fue como alcanzar el zenit de su carrera y no el inicio de un reto que lo habría llevado a lanzarse al abismo de la creación. Su descenso literario fue igual de vertiginoso, aunque con paracaídas, y las musas, ah las musas, ya sin fósforo ni mecha que encender, lo vieron - con lágrimas - cerrar sus libros para convertirse en un tragador de espadas de los gobiernos de turno.

Sus mejores años de “revolucionario” quedaron atras, igual que la bella Mercedes Sosa o Piero, y empezó a luchar por ese sitio que creía merecer en el "podio de los inmortales", movido por esa torpe creencia de ser el maximam splendorem de las artes y que es deber del estado ocuparse de sus "genios"; pero, ¿quién les hizo creer que espacio alguno les pertenece en aquella cocina de brujas llamada Casa de la Cultura?  

Una voz les susurra a los oídos: - “Eres artista. muestra tu imagen de fustigador, de rebelde”.

Es la voz de los patricios romanos, de los mecenas en la Edad Media; es la voz del estado que, como la Medusa con mil serpientes en su cabeza, sus ojos vuelven estatua a quien los mira. La historia nos muestra que pocos creadores fueron capaces de superar esa sumisión económica y espiritual para llegar a ser los grandes renovadores de las ciencias y del arte. Eran genios y ante ello los protectores debieron aceptar - a regañadientes - su inferioridad; aunque, no todos: la iglesia no perdonó a Galileo Galilei.

El autor que soñaba con publicar una docena de libros, llevando una vida sencilla en Paris, sin sobresaltos económicos o morales en su vejez, hace poco se jubiló de trabajador público, mientras sus escritores preferidos publicaban en New York o en Londres.

Yo aún no he sacado un libro...

 

Freitag, 16. August 2013

PALABRAS


Texto de Rafael M. Arteaga

Angkor Wat, Siem Reap, Cambodia.

El caminante lleva palabras,

sólo palabras que en el transcurso

del camino ya no le dicen nada. 

El caminante es feliz cuando ve a su hijo

recién nacido en manos de la enfermera,

o cuando vuelve a casa

y, en medio del bullicio de los niños,

se sienta a la mesa para compartir

el pan e historias de tierras lejanas.

 

El caminante sabe que el tiempo

es fuego, no cenizas,

que la sublime realización de la muerte 

tiene lugar en el olvido de sí misma;

por tanto él, en medio del camino, 

busca, acepta lo que es,

y en ese lapso el universo

no ha cambiado tanto - como su rostro -.


Freitag, 26. Juli 2013

COMO SI FUERA UN BISTEC

-¡Simple canibalismo!- Vociferé en medio del restaurante; por fortuna en tales lugares, la gente grita a su gusto durante las comidas, donde es normal las sonoras carcajadas, fumar, sorber los tallarines y la sopa.


Doctores, enfermeras de hospitales públicos, dueños de restaurantes se ven involucrados en este negocio que, ignoro si es nuevo, o es una tradición de hace siglos. ¿Cuánto vale en el hospital un feto con fines gastronómicos? 200 a 300 dólares, es lo que he leído.  ¿Cuál es el porcentaje para la madre y cuánto para la gente del centro de salud? ¿Cuál es el precio de la sopa? ¿Cuánto tiene que ver la política de estado de "un niño por matrimonio"? ¿ Es cierto que quienes sobrepasen la regla son castigados con penas económicas imposibles de pagar la gente sencilla, con cárcel y la separación del recién nacido de la madre?

-Sí.- Oí su respuesta. Yo no supe si seguir comiendo mi sopa (¡Y sí que la saboreaba hasta entonces!), o hacer una pausa para ahogar ese instante con un sorbo de té. Me decidí por lo segundo. De ningún modo era mi intención acusarle de algo que en Occidente la sola idea de comer escorpiones, o saltamontes es repugnante, peor fetos humanos en salsa de soya, con vegetales y carne de pato. Tampoco debió sentir algún remordimiento, porque – luego de tales ideas en mi cabeza - al alzar la mirada, él seguía disfrutando de su comida. El fuego bajo el tazón estaba cerca de extinguirse y las verduras con el pescado estaban en su punto. Wang Shang tomó el cucharón y puso más sopa en su plato; en tanto yo, restablecido al fin tras su respuesta, se me ocurrió atizar de nuevo nuestro diálogo: 

-Y eso… ¿A qué sabe? - Pregunté, sin subir el tono para esconder mi repugnancia.

-Si pides pato a la pekinesa, ¿a qué va a saber?

Estaba claro que nuestra educación y costumbres, en asunto de comidas, eran diferentes. No había para qué insistir y menos cuando él estaba convencido de que ello es lo más normal en su mundo. Entonces añadió:

- Lo he probado luego de hablar con el dueño del restaurante y de esperar varios meses. ¿Dónde? Si quieres un día vamos a visitarle…

- !¿Qué?!- Respondí sorprendido al instante, casi como un reto pendiente, que los comensales a nuestro alrededor volvieron sus miradas a nosotros. Wang Shang sonrió.

- Es una delicia -. Lo dijo como si explicara a un niño de las bondades de incluir las frutas en los desayunos. - Es un plato del que la gente de aquí habla mucho y que, por tanto, nuestro paladar está preparado para ello. Fuí allá –una noche- con un grupo de cinco amigos...

-Dicen que es estupendo para la potencia sexual…- Le interrumpí de inmediato, para no seguir con detalles. Mi sonrisa era insípida.

- El viagra fue un invento chino, no lo olvides -. Aseveró, mientras ponía con los palillos más verduras en su plato de porcelana. Yo estaba sumido en mis pensamientos.

-¡Simple canibalismo!- Exploté en medio del restaurante; por fortuna, en tales lugares, la gente grita a su gusto durante las comidas, donde es habitual las sonoras carcajadas, fumar (sin prestar atención a niños o a mujeres), sorber los tallarines y el caldo. A nadie le incomoda, sólo a los extranjeros, masticar con la boca abierta, de vez en cuando meterse el dedo en la nariz, las ruidosas carrasperas, o escupir la flema en cualquier sitio. 

Más allá de comer ranas o culebras, (admito que su sabor agradable se debe - tal vez - a la habilidad de los cocineros para elegir los aliños con los acompañados), o de si la carne de perro, que para mí sabe bien (sólo en cierto restaurante en las afueras de Seúl), ayuda a soportar la crueldad del invierno en el norte de China, o a mitigar el insoportable verano en las costas del sur, mi razón no admite que a la hora de la cena alguien pueda servirse un feto ¡como si fuera un bistec!

Wang Shang me miraba, siguiendo - tal vez - la línea de mis pensamientos; o quién sabe, ajeno a mi conflicto interior, disfrutando – ahora - del té, mientras limpiaba sus dientes con un palillo

Las costumbres de cada país son diferentes y, como la religión o la política, no hay que exponerlas al fuego, porque son como pólvora, incluso si de ningún modo son similares a nuestra manera de concebir la vida y su final. Muchos habitantes del Tibet, en pleno siglo XXI, no entierran sus muertos: ellos tienen un deshuesador, una especie de carnicero que desuella los cadáveres con un gran cuchillo y sus carnes - gramo a gramo - las arroja a las aves de carroña en el bosque. Tras varios días, él vuelve allá, recoge los huesos resplandecientes sobre la hierba y los entrega en un costalillo a sus familiares para que se ocupen de ellos. En nuestro mundo occidental, eso no está bien, porque a los muertos se los lleva al cementerio y allí se los olvida. O se los arroja al fuego y después sus cenizas se las guarda en una urna, simplemente; pero, entonces, los tibetanos se preguntan, ¿por qué se tiene que chamuscar un cuerpo sin vida, o por qué se los sepulta enteros?  

- En el “civilizado” mundo occidental, en pleno siglo XXI -, Wang Shang interrumpió mis pensamientos, - el canibalismo es más frecuente de lo que - rara vez - se lee en los medios. Hay sectas enteras entregadas a ello, como volver a la esencia, al principio de lo fuimos y somos: seres marinos, terrestres, carnívoros. Tú me has contado que en tu pueblo (Atuntaqui), hasta mediados del siglo anterior, hubo casos de antropofagia, cuando se descubrió que la carne frita en una posada de tu pueblo se hacía con carne humana...

- Fue durante mi niñez...

- Un caso muy bullado entre ustedes, aunque desconocido para el resto del mundo. 

- Recuerdo que luego de inagurarse el tramo de la Panamericana entre Quito e Ibarra, mi padre solía “escaparse” para ir a la fonda de doña Jesusa, ubicada a pocos kilómetros del pueblo, justo a la vera del camino. Era un sitio para comer, amenizar con mujeres jóvenes y embriagarse con ellas hasta perder la razón, sin preocuparse del tiempo, de los comentarios mordaces de la gente y del dinero, porque – según gritó él a mi madre en una discusión - el crédito era bien venido. Lo frecuentaban taxistas, hombres solos (por quienes nadie preguntaba si desaparecían), esposos aburridos de sus mujeres gordas y viejas: los nuevos ricos de la industria de aquel entonces: la caña de azúcar, - hoy son los tejidos. El negocio debió ir sobre ruedas, de no ser porque el cocinero un día olvidó un detalle: alguien descubrió en su comida – las carnes fritas servidas con papas, mazorca con salsa de ají - un pedazo de dedo humano con su uña. El caso fue denunciado a las autoridades y éstas, al inspeccionar el sitio, descubrieron que en su cocina se faenaba personas, que bajo el suelo de los patios cubiertos de maleza, estaban restos de huesos humanos. Los perros de las comunas habían desaparecido. 

Igual ocurió en Otavalo. Hace cuatro décadas, cuando el camino a Quito era rodeando las lagunas de Mojanda, una familia de apellido Viniachi tenía un comedero en medio de las montañas. Fue un sitio de descanso obligado para los últimos arrieros de entonces, choferes y pasajeros. En la ciudad había noticias de desaparecidos, pero nadie imaginó que éstos habían terminado en las gigantescas pailas con fritada que se vendía a los transeúntes. Fueron denunciados y llevados a la cárcel; no así sus hijos menores y trabajadores, que huyeron del pueblo y cambiaron de apellido, dando origen una nueva generación en los alrededores de Riobamba como Remaches. 

-Y, entonces, -me preguntó Wang Shang, desafiante - ¿Cuál es tu problema con la comida? Aquí hay quien piensa que la sopa de embrión les ayudar a mantenerse jóvenes y activos en la cama. ¿Quién podrá hacerles creer lo contrario? ¿Ustedes que usan la placenta de sus hijos recién nacidos en cremas faciales para evitar las arrugas? Nosotros creemos que comer perro nos ayuda a soportar los calurosos días del verano, que la culebra en nuestras barrigas nos acerca al dios dragón, que el gato (porque ya no hay tigre ni selvas) nos ayuda a adquirir la vitalidad y potencia sexual del felino; por ello aquí comemos dos o tres carnes juntas de acuerdo a lo que creemos son las cualidades de cada animal: culebra = dragón, gato = tigre, pollo = águila. 

Mi amigo empezó a disfrutar del momento sagrado del vicio. Supongo que él esperaba aun más de mí, pero no dije nada. El ruido de los clientes y el humo de otros fumadores en el local se volvió insoportable. Yo pedí la cuenta, pero él se había adelantado a ello. Una jovencita con pantalón negro y chaqueta roja con hilos dorados se acercó con la factura y, ni bien la puso sobre la mesa, Wang Shang la tomó consigo, sin darme tiempo a extender mi mano siquiera. En China los amigos aún se pelean por pagar la factura. Yo no insistí, aunque hice un pequeño amague, mientras anunciaba: ¡La próxima es mía! En Europa yo me habría hecho cargo de la propina, pero aquí es considerado una humillación. Nos incorporamos y, al abandonar el local, seis jovencitas, tres a cada lado de la entreda, con sus vestidos largos de seda, se inclinaron de nuevo a nuestro paso, para agradecer en coro la visita. 

Otra vez en las calles de Guangzhou en época de verano y de vacaciones: ¡Bienvenidos al infierno!  

Donnerstag, 18. Juli 2013

¡¡Chifá...Chifá!! (4)


- Yo seré leal con nuestro diálogo.- Hice una pausa y afiné mi pregunta:
-¿Tú has pedido aquel menú, el de los bebés?


-Igual ocurre con la comida y bebidas. ¿Qué es ese líquido que los empresarios de hoy toman como café? Un triunfador, se dice (hay muchos que están convencidos de serlo) es millonario y por tanto refinado: símbolo del hombre activo y dinámico de nuestros días. Representa status, porque el kilo - en grano - cuesta 30 veces más que el mejor de la tienda. Y el sueño de todo empresario joven es pertenecer al grupo selecto de los que beben café con excrementos.

- Ignoro a dónde quieres llegar -, le interrumpí, - pero seré leal con nuestro diálogo.- Hice una pausa y afiné mi dardo: 

-¿Tú has pedido aquel menú, el de los bebés? 

Wang Shang me miró fijamente por algunos segundos, pensando – quizás - en que todos diálogos de hoy no acabarían sino en un dardo personal. Puso más té en ambas tacitas y alzó de nuevo la suya; mas, justo cuando iba a hablar, se acercó a nosotros la joven del vestido de seda con una libreta para tomar el pedido. Nosotros –embelesados como estábamos en el diálogo- no habíamos hojeado aún la carta y tampoco lo necesitábamos, porque durante el viaje casi siempre ordenábamos lo mismo, a fin de no tomar riesgos con el estómago debido al cambio de comidas. La muchacha leyó en voz alta el pedido para confirmar: tofu frito en salsa agridulce, nabos en aceite, huevos con tomates cocidos y una porción doble de arroz.

-  ¿Suficiente para dos? - Insisitió ella, con una leve sonrisa, que fue igual a un bálsamo en medio del salón lleno de humo y de ruidosas carcajadas. Los rasgos finos de su rostro me tenían cautivado. Wang Shang se incorporó - entonces - para ir al acuario, donde una camada de peces revoloteaba en busca de alimento, pues es costumbre en la cocina no alimentarlos el día de ponerlos en la olla, y señaló a uno que parecía el más fuerte, no el más grande. El cocinero, que había seguido atento al movimiento del índice de mi amigo, metió un colador gigante en la pecera, atrapó al pez señalado y, antes de que éste pudiera agitarse en el aire, lo sujetó con las dos manos y golpeó su cabeza contra el filo de una madera. Tomó enseguida un cuchillo y comenzó a quitarle las escamas. Sacó sus intestinos y lo puso en una cazuela con cebollas, algas marinas, hojas verdes, ante la mirada atenta del cliente.

Wang Shang volvió a la mesa y, mientras miraba a la muchacha abrirse paso entre los comensales retirando otros pedidos para entregarlos a la cocina, yo, en cambio, temí haberle molestado con mi pregunta y pensé que nuestra cena se volvería insoportable. Estuvimos sentados frente a frente, sin mirarnos por algunos segundos y, cuanto más sospechoso era nuestro silencio, más ideas sosas cruzaban por mi mente.

El té, por fortuna, se había acabado. Hallé un motivo para girar sobre mi asiento y pedir más al mesero, que justo pasaba por mi lado con una bandeja llena de alimentos. No fue necesario insistir, porque, mientras la muchacha tomaba el pedido, se había dado cuenta de ello y, sin tardanza, trajo un nuevo puchero, retirando el vacío. Poco después volvió con platos, palillos, cucharas, una cocineta pequeña que la ubicó en medio de la mesa y, de paso, dejar un pocillo con maní en sal, junto a otro con picadas de palmito.

Ni bien se retiró, nosotros empezamos a devorar. Casi no hablamos. El hambre tiene sus  reglas. Y ya con algo en la barriga, sonreímos. Luego nos dedicamos a mirar el ajetreo de los meseros, portando innumerables fuentes con tantas delicias en ellas, que el estómago empezó a retorcerse con la sola idea de probarlas siquiera. Así transcurrieron algunos minutos, hasta que el camarero se acercó con una bandeja, y en ella una cacerola llena de sopa y pescado – a medio guisar-. Metió la mano en su bolsillo y sacó una fosforera para prender la cocineta. Puso encima de ella la cacerola y la dejó a fuego lento. -¡Chifá, chifá! (Buen provecho)-. Nos dijo. Y salió a prisa a atender otras mesas.

Pero Wang Shang de ningún modo era de los que se quedaban con la respuesta en la boca. Sus ojos negros y vivaces volvieron a encenderse para ver mi reacción ante la comida. Yo repetí: ¡Chifá, chifá! Y saqué los palillos de una servilleta de tela roja. Igual hizo mi amigo, sólo que a media cena lanzó la siguiente pregunta:

-¿Qué provocará en ti, el amigo que hoy comparte la comida, una respuesta afirmativa o negativa?

-Disculpa-. Contesté, sin dejar de comer. -Fue una tontería de mi parte.- Y hubo otra vez una pausa entre nosotros. Escuché el ruido de alguien a mis espaldas sorbiendo sus tallarines. Dos jóvenes meseras corrían apresuradas con bandejas de alimentos, ante la atenta mirada del jefe de sección; el mismo que siempre estaba listo al llamado de los clientes. Yo desvié la mirada hacia la mesa contigua, donde una pareja joven disfrutaba de su cena: lengua de pato, hongos con pedacitos de cerdo y, en medio, el tazón -con sopa de tortuga- hirviendo a fuego lento. Hay tantas delicias que hacen soportable mi estadía en China. 

Sonntag, 30. Juni 2013

La ceremonia del té (3)



Cada cual con nuestra taza de porcelana, empezamos a disfrutar el sabor y fragancia de sus hojas verdes. El misterio y la armonía combinados en una simple taza con té.


Avanzamos sin decir nada, abriéndonos paso en la avenida llena de turistas a esa hora y de almacenes con las últimas novedades en tecnología y moda de vestir para la próxima estación de invierno. El turismo local no necesita del mundo para subsistir, pues cada día se incorporan nuevas masas de viajeros chinos a descubrir su nación, prueba del crecimiento económico de los últimos años. En las ciudades que he visitado, los hoteles casi siempre están llenos, y en temporada de vacaciones –como hoy- o en verano, es imposible obtener un piso, aunque sea junto al perro, sino se reserva con tiempo. Igual ocurre con los trenes, cuyo servicio, en cuanto a puntualidad y trato se refiere, es uno de los mejores del mundo. Los viajeros aquí, al contrario de Europa, están acostumbrados a emprender largas jornadas. Durante el año nuevo chino, se moviliza, según estadísticas, el ¡36.5% de la población total del país! Son inmensas masas de trabajadores viajando miles de kilómetros para visitar sus hogares. Ellos están donde empieza cualquier movimiento económico, y ello ocurre en las nuevas metrópolis que brotan cada día en la nación de Confucio.


China es la fábrica del mundo. No todo es copia, ni malo; depende de lo que quieres pagar. Nike, Adidas, Ford, BMW, por citar algunos ejemplos, tienen sus oficinas y fábricas aquí: lo mejor se va a los mercados con altas exigencias para su importación, mientras la calidad media –aunque de marca- se destina a países como Europa del Este, Sudáfrica, Tailandia; la baja y desecho va a África o Latinoamérica. La mayor parte de vitrinas en Ecuador están llenas  de estas dos últimas. En cuanto a moda se refiere, cada fin de temporada los productores rematan contenedores enteros con ropa de "desecho", de cara a la próxima estación. La competencia es extrema en el mercado interno.

De pronto Wang Shang se detuvo frente a un restaurante con un zoológico en miniatura: conejos, tortugas, una variedad de peces, pepinos de mar, moluscos, gallina negra, pavo, pato, y hasta lechones. La presunción de un restaurante depende del tamaño de su cocina y de la variedad de animales para faenar y servirlos a la mesa en –máximo- 15 minutos de espera. 

Decidimos entrar. Y pronto nos dimos cuenta que en su interior casi no había espacio para nosotros. Desde la puerta de ingreso se podía ver las mesas con clientes esperando sus comidas o ser atendidos. Los meseros, vestidos con pantalón negro, camisa blanca y gorro de color rojo, iban de un lado al otro recogiendo pedidos, tendiendo nuevos manteles –desechables-. Tres mujeres jóvenes nos saludaron en coro e inclinaron sus cabezas al vernos ingresar. El maestro de recepción nos condujo hasta una mesa ovalada, donde otra familia de seis personas leía el menú.


En ese momento llegó una muchacha a la mesa, (su vestido rojo de seda le llegaba hasta las rodillas, insinuando apenas su delgada silueta) para pedir disculpas por la tardanza debido a la cantidad de clientes; tras ella vino un mesero con la bandeja del té. Puso dos tacitas marrones de fina porcelana sobre el mantel y, junto a ellas, un puchero con té. Lo repartió y se marchó enseguida, mientras la jovencita nos extendió la carta del menú.

-¡Estamos para servirle! –Nos dijo con una leve sonrisa y se alejó de inmediato a tomar el pedido de otros comensales; mientras nosotros seguimos atentos el camino de sus piernas largas y delicadas. Wang Shang y yo chocamos –al instante- las miradas, y luego sonreímos, sabiendo que juntos habíamos descifrado –otra vez- un código muy usual en los hombres: la admiración y el deseo ante el enigma de lo bello. 

Volvimos a la mesa. Cada cual con nuestra taza de porcelana, empezamos a disfrutar el sabor y fragancia de sus hojas verdes. El misterio y la armonía combinados en una simple taza con té.

-¿Si has visto la cantidad de comensales aquí? – Interrumpió de pronto Wang Shang, y ante mi respuesta con el movimiento de cabeza, continuó: -Cuando los negocios prosperan, las empresas estatales o privadas pagan bien y puntual, la sociedad llega a tener estabilidad económica, traducida en mejores salarios y más tiempo libre; nace entonces la necesidad de mimar la barriga, primero, y luego la vanidad. Pagar USD 10.000 por un traje ejecutivo, o USD 600.000 por un reloj con punteros de diamantes es casi una obsesión en personas que deben cuidar su imagen en un mundo cubierto de apariencias, de marcas; cuando –de acuerdo a los pensamientos de nuestros guías espirituales- no se necesita más que lo indispensable para vivir en armonía con Dios y el mundo. Hemos llegado a una etapa de nuestra historia en la que la mitad de la población superó el hambre, ¡el hambre que hasta hace poco asolaba nuestros hogares! Y a cambio, los que tenemos la barriga llena, nos hemos vuelto egoístas y creemos que sólo cuenta nuestro tiempo, nuestros impasibles mundos interiores, cuyo mayor desvelo son la cantidad de calorías ingeridas durante el día, el psicólogo y las compras. La moda – si no quieres estar rezagado del mundo - causa furor- ¡Es un grito salvaje en pleno vuelo de la manada! Aquellas modelos, casi huesos, endiosadas por la aurora de la novedad, tienen las fórmulas de la felicidad.