-¡Simple canibalismo!- Vociferé en medio del restaurante; por fortuna en tales lugares, la gente grita a su gusto
durante las comidas, donde es normal las sonoras carcajadas, fumar, sorber los
tallarines y la sopa.
Doctores, enfermeras de hospitales públicos, dueños de restaurantes se ven involucrados en este negocio que, ignoro si es nuevo, o es una tradición de hace siglos. ¿Cuánto vale en el hospital un feto con fines gastronómicos? 200 a 300 dólares, es lo que he leído. ¿Cuál es el porcentaje para la madre y cuánto para la gente del centro de salud? ¿Cuál es el precio de la sopa? ¿Cuánto tiene que ver la política de estado de "un niño por
matrimonio"? ¿ Es cierto que quienes sobrepasen la regla son castigados con penas económicas
imposibles de pagar la gente sencilla, con cárcel y la separación del recién
nacido de la madre?
-Sí.- Oí su respuesta. Yo no supe si seguir comiendo mi
sopa (¡Y sí que la saboreaba hasta entonces!), o hacer una pausa para ahogar ese instante con un sorbo de té. Me decidí por lo segundo. De ningún modo era mi
intención acusarle de algo que en Occidente la sola idea de comer escorpiones,
o saltamontes es repugnante, peor fetos humanos en salsa de soya, con vegetales y carne de pato. Tampoco debió sentir algún remordimiento, porque
– luego de tales ideas en mi cabeza - al alzar la mirada, él seguía
disfrutando de su comida. El fuego bajo el tazón estaba cerca de extinguirse y las
verduras con el pescado estaban en su punto. Wang Shang tomó el cucharón y puso más sopa en su plato; en tanto yo,
restablecido al fin tras su respuesta, se me ocurrió atizar de nuevo nuestro
diálogo:
-Y eso… ¿A qué sabe? - Pregunté, sin subir el tono para esconder mi
repugnancia.
-Si pides pato a la pekinesa, ¿a qué va a saber?
Estaba claro que nuestra educación y costumbres, en asunto de comidas, eran diferentes. No había para qué insistir y menos
cuando él estaba convencido de que ello es lo más normal en su mundo. Entonces
añadió:
- Lo he probado luego de hablar con el dueño del restaurante y de esperar
varios meses. ¿Dónde? Si quieres un día vamos a visitarle…
- !¿Qué?!- Respondí sorprendido al instante, casi como un reto pendiente, que los comensales a nuestro alrededor
volvieron sus miradas a nosotros. Wang Shang sonrió.
- Es una delicia -. Lo dijo como si explicara a un niño de las bondades de incluir las frutas en los desayunos. - Es un plato del que la gente de aquí habla mucho y que, por tanto, nuestro paladar está preparado para ello. Fuí allá
–una noche- con un grupo de cinco amigos...
-Dicen que es estupendo para la potencia sexual…- Le interrumpí de inmediato, para no seguir con detalles. Mi sonrisa era insípida.
- El viagra fue
un invento chino, no lo olvides -. Aseveró, mientras ponía con los palillos más
verduras en su plato de porcelana. Yo estaba sumido en mis pensamientos.
-¡Simple canibalismo!- Exploté en medio del restaurante; por fortuna, en tales lugares, la gente grita a su gusto durante las comidas, donde es habitual las sonoras carcajadas, fumar (sin prestar atención a niños o a mujeres), sorber los tallarines y el caldo. A nadie le incomoda, sólo a los extranjeros, masticar con la boca abierta, de vez en cuando meterse el dedo en la nariz, las
ruidosas carrasperas, o escupir la flema en cualquier sitio.
Más allá de comer ranas o culebras, (admito que su sabor agradable se debe - tal vez - a la habilidad de los cocineros para elegir los aliños con los acompañados), o de si la carne de perro, que para mí sabe bien (sólo en cierto restaurante en las afueras de Seúl), ayuda a soportar la crueldad del invierno en el norte de China, o a mitigar el
insoportable verano en las costas del sur, mi razón no admite que a la hora de la cena alguien pueda
servirse un feto ¡como si fuera un bistec!
Wang Shang me miraba, siguiendo - tal vez - la línea de mis pensamientos; o quién sabe, ajeno a mi conflicto interior,
disfrutando – ahora - del té, mientras limpiaba sus dientes con un palillo.
Las costumbres de cada país son
diferentes y, como la religión o la política, no hay que exponerlas al fuego, porque son como pólvora, incluso si de ningún modo son similares a
nuestra manera de concebir la vida y su final. Muchos habitantes del Tibet, en
pleno siglo XXI, no entierran sus muertos: ellos tienen un deshuesador, una
especie de carnicero que desuella los cadáveres con un gran cuchillo y sus
carnes - gramo a gramo - las arroja a las aves de carroña en el bosque. Tras varios días, él vuelve allá, recoge los huesos resplandecientes sobre la hierba y los entrega en un costalillo a sus familiares para que se ocupen de
ellos. En nuestro mundo occidental, eso no está bien, porque a los muertos se los lleva al cementerio y allí se los olvida. O se los arroja al fuego y después sus cenizas se las guarda en una urna, simplemente; pero, entonces, los tibetanos se preguntan, ¿por qué se
tiene que chamuscar un cuerpo sin vida, o por qué se los sepulta enteros?
- En el “civilizado” mundo occidental, en pleno siglo XXI -, Wang Shang interrumpió mis pensamientos, - el canibalismo es más frecuente de lo que - rara vez - se lee en los medios. Hay sectas enteras entregadas a ello, como volver a la esencia, al principio de lo fuimos y somos: seres marinos, terrestres, carnívoros. Tú me has contado que en tu pueblo (Atuntaqui), hasta mediados del
siglo anterior, hubo casos de antropofagia, cuando se descubrió que la carne frita en una posada de tu pueblo se hacía con carne humana...
- Fue durante mi niñez...
- Un caso muy bullado entre ustedes, aunque desconocido para el resto del mundo.
- Recuerdo que luego de inagurarse el tramo de la Panamericana entre Quito e Ibarra, mi padre solía “escaparse” para ir a la
fonda de doña Jesusa, ubicada a pocos kilómetros del pueblo, justo a la vera
del camino. Era un sitio para comer, amenizar con mujeres jóvenes y embriagarse
con ellas hasta perder la razón, sin preocuparse del tiempo, de los comentarios
mordaces de la gente y del dinero, porque – según gritó él a mi madre en una discusión - el crédito era
bien venido. Lo frecuentaban taxistas, hombres solos (por quienes nadie
preguntaba si desaparecían), esposos aburridos de sus mujeres gordas y viejas: los nuevos ricos
de la industria de aquel entonces: la caña de azúcar, - hoy son los tejidos. El
negocio debió ir sobre ruedas, de no ser porque el cocinero un día olvidó un
detalle: alguien descubrió en su comida – las carnes fritas servidas con papas, mazorca con salsa de ají - un pedazo de dedo humano con su uña. El caso fue denunciado a las
autoridades y éstas, al inspeccionar el sitio, descubrieron que en su cocina se
faenaba personas, que bajo el suelo de los patios cubiertos de maleza, estaban restos de huesos humanos. Los perros de las comunas habían desaparecido.
Igual ocurió en Otavalo. Hace cuatro
décadas, cuando el camino a Quito era rodeando las lagunas de Mojanda,
una familia de apellido Viniachi tenía un comedero en medio de las montañas. Fue un sitio de descanso obligado para los últimos arrieros de entonces, choferes
y pasajeros. En la ciudad había noticias de desaparecidos, pero nadie imaginó
que éstos habían terminado en las gigantescas pailas con fritada que se vendía a
los transeúntes. Fueron denunciados y llevados a la cárcel; no así sus hijos menores y trabajadores, que huyeron del pueblo y cambiaron de apellido, dando origen una nueva generación en los alrededores de Riobamba como Remaches.
-Y, entonces, -me preguntó Wang
Shang, desafiante - ¿Cuál es tu problema con la comida? Aquí hay quien piensa
que la sopa de embrión les ayudar a mantenerse jóvenes y activos en la cama. ¿Quién podrá hacerles
creer lo contrario? ¿Ustedes que usan la placenta de
sus hijos recién nacidos en cremas faciales para evitar las arrugas? Nosotros
creemos que comer perro nos ayuda a soportar los calurosos días del verano, que la culebra en nuestras barrigas nos acerca al dios
dragón, que el gato (porque ya no hay tigre ni selvas) nos ayuda a adquirir la
vitalidad y potencia sexual del felino; por ello aquí
comemos dos o tres carnes juntas de acuerdo a lo que creemos son las cualidades
de cada animal: culebra = dragón, gato = tigre, pollo = águila.
Mi amigo empezó a disfrutar del momento sagrado del vicio. Supongo que
él esperaba aun más de mí, pero no dije nada. El ruido de los clientes y el
humo de otros fumadores en el local se volvió insoportable. Yo pedí la cuenta, pero él se había adelantado a ello. Una jovencita
con pantalón negro y chaqueta roja con hilos dorados se acercó con la factura y, ni bien la puso
sobre la mesa, Wang Shang la tomó consigo, sin darme tiempo a extender mi mano
siquiera. En China los amigos aún se pelean por pagar la factura. Yo no
insistí, aunque hice un pequeño amague, mientras anunciaba: ¡La próxima es mía!
En Europa yo me habría hecho cargo de la propina, pero aquí es
considerado una humillación. Nos incorporamos y, al abandonar el local, seis jovencitas, tres a cada lado de la entreda, con sus vestidos largos de seda, se inclinaron de nuevo a
nuestro paso, para agradecer en coro la visita.
Otra vez en las calles de Guangzhou en época de verano y de vacaciones: ¡Bienvenidos
al infierno!