Sonntag, 30. Oktober 2011

ROLF WILD


La calle Niederdorfstrasse, en Zúrich. La nostalgia siempre irá con nosotros. 

-Mientras más grande es un escritor, más humilde debe ser su trato con la gente que le rodea. Mientras más grande es un estadista, más sencillo su comportamiento con el pueblo que lo eligió gobernante. Aquel que habla mucho y vocifera, podrá ser locutor, vendedor de culebras, pero nunca un escritor. De eso estoy seguro. Igual un estadista-. Rolf –mi maestro de literatura- hablaba conmigo una tarde de invierno en su departamento. 

-Tú no eliges la escritura, -siguió con elocuencia, mientras liaba un tabaco-, ella te elige y el proceso creativo consiste en llegar a merecer tales obras que tienen el peso de tus palabras, las líneas y fronteras que encierran tu pensamiento.

El mundo está lleno de poetas dedicados, no a escribir una línea, una hoja más del gran libro de literatura (que inicia con una actitud responsable ante la vida), sino a lamer los huesos llenos de grasa que el poder arroja bajo la mesa. ¿Cuál es tu sueño? –Me preguntó sin reservas, mientras buscaba los cerillos para encender su tabaco. Yo no supe qué contestar. Mi vida a los 29 años no estaba aún definida, inclusive hasta hoy. Tenía proyectos de “obras inmortales”, algunos escritos sin ambiciones, llenos de miedo y quejas, sólo ello.

-Quien quiere ser oído debe aprender, en la medida que sea posible, a ser menos dependiente-. Insistió y por un segundo, sentí que él había dado en el blanco. Mi gran sueño hasta entonces fue acceder a un cargo público –dentro de la cultura, por supuesto- a fin de dedicarme –luego de cumplir mi horario de trabajo- al ejercicio de la creación.

-Aún grandes artistas –machacó Rolf- creen que es deber del estado protegerlos, ser considerados patrimonio, igual que en algunas naciones de Europa, sin importarles –o quizá piensen en ello, pero en cuestiones del estómago y de ego no hay moral o ideología-, ser miembros de ese ejercito de burócratas improductivos; infatigables en buscar un nombre, un espacio en el mundo y los libros -sin merecerlo- con sus obras y estilos de vida. ¡Simples lacayos del poder! Igual a ciertos reptiles que se arrastran en el suelo, ¡pero que avanzan muy lejos! –Remató él, con fastidio.

-Rolf, -interrumpí su vuelo-, es una realidad de muchos artistas e intelectuales que dedican su vida a conseguir dinero para subsistir cada día. 

-El mundo ha cambiado, ¡y cuánto! –rebatió en seguida-, desde la aparición del primer computador, pero nuestra mentalidad y forma de educación es la misma de hace siglos. Un alumno de artes tiene la cabeza llena con teorías de colores, trazos e historia de los grandes maestros; se le enseña a pintar pero ¡nunca a vender sus cuadros! Fuimos adiestrados para obtener seguridad bajo la dependencia de alguien. Los artistas de ayer, o pertenecían a las elites sociales (Sócrates, Eurípides, Ovidio, Dante –por citar ejemplos) o fueron protegidos por mecenas, por la Iglesia (Miguel Ángel, Galileo Galilei, Rilke) y aquella situación -en nuestra era- no varió: hoy es el estado. 

No he sabido que en Europa o en América las escuelas de arte den clases a sus alumnos de mercadotecnia, creación de empresas, publicidad, tributación y hasta manejo de personal; eso es tabú, porque hoy -como ayer- se piensa que el artista debe dedicarse sólo a crear. En el antiguo imperio chino, hasta la destrucción de su última dinastía, a principios del siglo XX, los intelectuales dejaban crecer sus uñas para demostrar que ellos no se manchaban las manos con el trabajo sucio de otros. Fueron patrimonio del reino; por tanto, debieron halagar a sus reyes -no criticar sus errores. Y esa actitud sigue en nuestros tiempos, pese a que China acaba de lanzar su primer misil aéreo con suficiente carga radioactiva como para destruir una nación. 

-Una cultura dependiente del estado, –siguió hablando Rolf-, es sinónimo de castración intelectual. Pocos han sabido liberarse de las redes que éste les extiende y con las que nosotros -por voluntad propia- alguna vez nos hemos cobijado. – Finalizó su discurso y con él la primera botella de vino también estaba vacía.  
-Mis hijos (se refería a sus libros) son bastardos. Nada de darles mi apellido o de pasearme con ellos golpeando las puertas de las editoriales. El museo y las bibliotecas son los cementerios del arte. ¡Y qué mal olor tienen los muertos aunque duerman en una caja de oro! Si no puedo escribir más porque he envejecido hasta los sesos, retirarme a tiempo, o el suicidio será una salida honrosa del mundo, en vez de asomar en mi epitafio: “Deja dos libros mediocres”. 

Nos reunimos esa tarde de invierno con el fin de leer mis textos, con la secreta ilusión de escuchar sus versos en la lengua de Shiller; mas cuando Rolf los escuchó –triste tigre rugiendo poesía- no se atrevió a darme alguna versión y, en su lugar, recibí otro vaso con vino. Por un tiempo -pensé yo- que era egoísmo de su parte, mas con la edad me di cuenta que de ningún modo yo estaba listo para ello. 

-¿Qué has hecho hasta hoy para ser digno de una traducción? -Insistió él algunos años después, cuando fui a visitarle en su natal Wintenthur, con un ejemplar de mi primer libro en las manos. Al darse cuenta de mi incomodidad con su pregunta, agregó:
-Escribe, Rafael, escribe, simplemente, sin pedir nada a cambio, sin lamentos, sin reclamos contra nadie.


Aquel fue mi último encuentro con Rolf en su casa. Él dejó de contestar mis cartas y yo tampoco insistí en escribirle. Reza un refrán entre gitanos: mientras más lejos, más dulce, que calza bien en estos momentos. Sus recuerdos son estas líneas que me atreví a tomarlas de mis apuntes de juventud y dos libros de cuentos escritos a máquina que una tarde él me confió, mientras le acompañaba a tomar el tren con rumbo a Belgrado, durante la guerra civil en Yugoslavia. Pero de ello hace mucho. 

En 1998 lo visite en una cárcel de Zúrich, donde cumplía una condena de 9 años, bajo la acusación de tráfico de blancas; en realidad, lo que la justica helvética no pudo entender y peor perdonar fue su determinación de ayudar a ingresar ex sus alumnas y amigos en Suiza, utilizando las ventajas que tenía entonces el pasaporte rojo, para evitar que terminen violadas y muertos bajo los fusiles de Karadzic, el gran genocida de los Balcanes, cuando éste se dedicó a limpiar Serbia y Montenegro del pueblo musulmán, con el apoyo de EE.UU. y el silencio, que es peor, de la comunidad europea. Años después, Karadzic fue a prisión y allí murió sin ser juzgado a tiempo. 

Rolf, mi maestro, luego de cumplir la condena, acabó sus días de glossar en los callejones de la Niderdorfstrasse. Su cuerpo sin vida fue hallado en una banca de madera junto al rio Limmat, cubierto con nieve una mañana de enero del 2005.

Tan simple es la vida, tan simples las palabras.

Freitag, 14. Oktober 2011

Palabras con Miguel Donoso Pareja en Quito

Por Rafael M. Arteaga

Presentación de Antología Poética, de Miguel Donoso P. en el Café Libro, Quito. Foto: César Vinueza, 2008.

-Regresé por nostalgia, la misma nostalgia que hoy siento por Méjico y por la vida-, me confía Miguel en nuestro encuentro, luego de veinte años de ausencia.
A pesar de su enfermedad, no ha dejado de escribir.

-Crear me ayuda a vivir. Es una manera de inventarme frente a la muerte-. Habla con entusiasmo, sin descuidar el café.

-Admiro a los hombres congruentes en las palabras con sus acciones-. Afirma de pronto, mirando la caída del sol en la ciudad. –Hay muchos autores que como personas no merecen los libros que han escrito, por lo que prefiero los libros.

Y sé que estas palabras encajan bien en su figura. Miguel estuvo preso -en 1963- por sus convicciones políticas, luego fue enviado al exilio, con la prohibición de volver a su tierra, como la antigua Grecia desterró a Temístocles, uno de sus hijos más queridos.

-Yo no escogí el país, lo escogió la dictadura-, reacciona ante mi inquietud. Quisieron tenerle lo más lejos posible de Ecuador por considerarle un sujeto de alto riesgo para la seguridad interna. Méjico aceptó darle refugio, y de allí su nostalgia y agradecimiento con el país de los charros. Los demás perseguidos políticos fueron expulsados a Chile.

Entonces viene de modo inevitable la pregunta: ¿Cuál ha sido la actitud de los intelectuales ecuatorianos durante los últimos años de democracia? Servilismo, silencio, que es igual a complicidad.

-No me arrepiento de nada-, me confía Miguel. –Mis pecados son veniales. ¿En qué insistiría? ¡Pues en la escritura! -Añade con entusiasmo.

Yo le recuerdo que en Méjico los medios se dirigen a él con la palabra Maestro. –No es importante, aquí en cambio te doctoran a cada momento-, responde.

-El libro es un intento de comunicación-, insiste, -de ahí que el lector es muy importante en este proceso.

¿Qué esperas de tus libros, Miguel?-, me atrevo a interrumpirle.

Nada-, contesta en seguida. –Me gustaría que se leyeran. Les di la vida, o ellos me la dieron a mí, y hoy que han crecido deben ir a encontrar su lugar en el mundo; al fin de cuentas, los hijos abandonan a sus viejos, ¿no es así?-. Yo muevo apenas mi cabeza.

En algunas antologías, recortes y noticias de prensa de hace más de veinte años, Miguel consta como peruano, chileno, venezolano y, sobre todo, mejicano. No es para reprocharle, las obras superan la nacionalidad de sus autores; en Tailandia, por ejemplo, la presentación de Cien Años de Soledad, traducida a aquel idioma exótico, causó revuelo en los medios culturales, y al autor se lo encasilló como latino, simplemente, no como colombiano. García Márquez, decían algunos de los presentes –en cambio- es español, por el hecho de escribir sus obras en dicha lengua; así de simple.

El exilio volvió fuerte a Miguel. Como un árbol de buena semilla plantado en tierra fértil, floreció y se hizo grande; después, hombre satisfecho con la vida, también cultivó: Jesús de Sampedro, Alberto Huerta, David Ojeda, Armando Adamme, intelectuales de renombre en el país azteca, son nombres de una larga lista de siembra.

-He comprendido al fin lo que es la nostalgia-. Me asegura.

-“Aunque la encuentres pobre, Ítaca de ti no se ha burlado”-. Le repito los versos de Kavafis, Y el brillo de sus ojos se opaca por un instante: San Luis de Potosí, Zacatecas, Puebla, Barcelona, Guayaquil…le escucho suspirar, con la mirada en el horizonte, como buscando allí los olores y la vida de aquellos pueblos.

-¿Cómo vine a dar con mis huesos aquí?-. Se pregunta con una sonrisa. –Uno no puede olvidar de dónde viene-, contesta sin rodeos. –Nadie me obligó a dejar aquella tierra, ni siquiera escapaba de un gran amor, simplemente que necesité un cambio de aire. Deseaba quedarme en Ecuador dos, cinco años tal vez, y luego volver; al fin de cuentas, mi vida la había resuelto allá. ¡Igual pensé al llegar exiliado a Méjico! Hoy entiendo las palabras de Dávila Andrade: “El enigma de las dos patrias”.

-Sin embargo-, insistí –su vuelta a Ecuador no agradó a muchos intelectuales de entonces.

-No me había dado cuenta de ello-, responde, sin prestar atención. Miguel dejó de lado su labor en periódicos, revistas, editoriales de muchos países y se dedicó a formar escritores jóvenes aquí, en un intento por revivir la experiencia de los talleres literarios con nosotros; esa sería la mejor manera de devolver algo de lo 
que esta tierra le había dado –y también negado.

La creación de sus alumnos demostrará con el tiempo si la semilla cayó en tierra fértil; los libros de Miguel, en tanto, ya han dado sentido a su regreso.