Donnerstag, 6. September 2007

MI ENCUENTRO CON DIETMAR SCHÖNHERR Y ERNESTO CARDENAL

Por: Rafael Marcelo Arteaga
a Rómulo Coello,
en una cama de hospital

Dietmar Schönherr, durante los años de la revolución sandinista

«Pan y arte son alimentos básicos del hombre:
nosotros nos preocupamos por ambos».
Me ha alegrado mucho la noticia sobre Ernesto Cardenal, quien en estos días fue postulado para el Nóbel de literatura del 2007. Más allá de los concursos y premios en los que no creo, pues depende de muchos factores, como el manejo del marketing, muy necesario para la sobrevivencia de las grandes editoriales, las amistades (en países tropicales como Ecuador), los intereses políticos de por medio y, en casos muy particulares, de las actitudes/aptitudes literarias; mas, en cuanto al poeta y sacerdote se refiere, estoy seguro que lo merece.

Mis sentimientos a él son de gratitud por los detalles que en éstas líneas me atreveré a narrar. Terminaban los años ochenta de siglo pasado (qué temible hablar así del tiempo), cuando tuve la oportunidad de trabajar como actor en el Shauspielhaus (la Casa de Teatros) de Zürich en el montaje de la obra Humillados y ofendidos, de Fiodor Dostoievski. Allí participó también en el rol principal uno de los más entusiastas defensores y soporte en Europa de la causa nicaragüense posterior a la revolución: Dietmar Schönherr, con quien, debido a nuestra cercanía durante los ensayos, entablé una amistad memorable.

La Casa de Teatros de Zurich

Él era por aquellos días director de cultura de Austria, conducía programas de televisión en vivo, con comentarios y entrevistas a los actores de la política europea, deportistas, escritores; aún así, sin descuidar su apretada agenda, nunca se alejó del teatro, pasión a la que dedicaba tanto tiempo como a las demás actividades, hasta bien entrado en la vejez. De él puedo escribir que su comportamiento con el ensamble era admirable. Nada de aislarse de los actores, o de guardar distancias frente al resto trabajadores con actitudes superficiales o sonsonetes inaudibles como respuesta a un saludo; su sonrisa delataba esa paz y seguridad interior que alcanzan pocas personas al acercarse a la madurez, y a quienes el brillo, las luces, el ejercicio del poder no los ha envanecido, ni cegado; al contrario, era amable con quien le dirigía la palabra, saludaba al llegar y, de vez en cuando, se despedía al finalizar los ensayos con alguna ocurrencia celebrada por nosotros.

Atento a las instrucciones del director de escena, nunca lo vimos discutir con él, peor enojarse ante sus observaciones: escuchó en silencio cuando él hablaba, sus ojos fijos en los del regiseur, aunque de ninguna manera desafiándolo, sino más bien como muestra de que no eran sus ojos, sino las puertas de su alma las que estaban abiertas seguir el desarrollo interior del personaje. Lo intentaba una y otra vez a fin de lograr el espíritu de la obra que el director buscaba imprimir en el escenario; para él estuvo claro: el teatro es un trabajo de conjunto.

Acercarnos a él fue como llenarnos de energía para los más jóvenes. No era el anciano que tiene siempre una respuesta bajo la lengua, tampoco iba por los pasillos del teatro dando consejos o pateando las paredes en desplantes de rabia. De él la constancia, el desafío y obstinación para enfrentar al personaje (igual la vida) en su proceso creativo hasta las últimas consecuencias, incluyendo el suicido.

Un día, mientras esperábamos el momento de ingresar al escenario, (yo era uno más del equipo y, debido a la insignificancia de mi personaje, ayudaba a Dietmar tras cortinas a cambiarse de vestuario, seguido de un retoque del maquillaje. En la oscuridad acomodé parte de la utilería para la siguiente escena y volví a mi sitio tras bastidores) él encaminó de manera sutil nuestros diálogos hacia algo que nos identificó desde el principio: Nicaragua. Recuerdo bien nuestras charlas sobre la revolución, nuestra inutilidad al enterarnos de las nuevas bajas y sufrimientos de los muchachos en combate frente a sus antiguos compañeros de armas: la Contra nicaragüense, apoyada por mercenarios internacionales, por ex miembros de la temible -en tiempos de Somoza- Guardia Nacional, unidos a los marines norteamericanos y sicarios que obtenían sus sueldos en dólares por parte de la CIA. Él me reveló la organización interna del gobierno luego de la era somocista, sus aciertos, fortalezas, sus lados débiles y errores, la falta de recursos económicos para cumplir con la oferta de impulsar al país hacia el sendero del desarrollo, el embargo comercial impuesto por EE.UU. que se oponía al camino elegido por su gente. En silencio y lleno de fascinación escuché tales opiniones que fueron materia de fuego en mi formación personal, y de ello no guardo sino gratitud en mi corazón.

Al finalizar la temporada me propuso ir al otro lado del mar con el objetivo de asumir la sección teatro de la Casa de los Tres Mundos, un centro cultural creado por él y sostenido a través de diversas organizaciones desde Europa. En Granada, la tierra del mismo Rubén Darío, yo debía trabajar con soldados que no dejaban aún su niñez, a fin de apoyar la causa de los sandinistas en el gobierno. Sus padres pertenecieron a una generación con linaje revolucionario, altivos y reaccionarios que, entre sublevaciones, el humo de la pólvora (que enciende la sangre hasta perder el miedo a la injusticia) apenas si tuvo espacio para juegos propios de su edad, como el amor, las aventuras o los viajes, porque la vida para ellos transcurrió en un pozo lleno de oscuridad, donde el olor de los muertos fue su condena, lo mismo el hambre. La violencia fue la energía para sus espíritus vigorosos que un día siguieron el sendero abierto por el indígena Augusto Sandino, asesinado por la Guardia Nacional, hasta derrocar al dictador 45 años más tarde e instaurar una nueva patria.


César Augusto Sandino

Jóvenes guerrilleros durante la toma de Managua

Ingreso triunfal del FSLN

Con fusil en mano, muchachos de 13, 15, 16 años, nícaros al fin, igual que sus antepasados, cuyas enseñanzas iluminan aún nuestros senderos mil años después de poblar esas regiones, sin saber leer, con los estómagos vacíos, sin preparación en el arte de la guerra, -al contrario de las huestes somocistas-, combatieron cuerpo a cuerpo, movidos más por el vigor de la edad que por la fortaleza de sus manos, con sus huesos en el fango contra un enemigo que en muchos casos eran sus hermanos, sus padres y hasta sus amigos de la calle, no de la escuela, porque en los barrios pobres de Managua, o en las zonas rurales apenas el 36% de infantes iban a los centros educativos. Un ejército de niños fue tomándose –casa por casa- la capital, luego los demás pueblos: Granada, León, Los Zarzales, Masaya, Matagalpa... e iban poblando a su paso los caminos con hermosos retoños de esperanza.

Celebración en Managua

Y yo debí a sus hermanos menores e hijos iniciarles en el camino de las artes escénicas! El teatro debía estar –tal fue mi concepción en el proyecto que presenté a Dietmar- subordinado a una causa, en este caso a la revolución, igual que en la época del renacimiento fue a los mandatos de la iglesia; los poetas estaban comprometidos con la religión, o en el ciclo dorado del teatro ruso, los actores fueron, antes que nada, camaradas.
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Lo que sucedió con la revolución en manos de sus dirigentes, es otro capítulo. Con el tiempo aprendí que los extremos en cuestiones de la vida tienen doble filo: si un individuo no abre su corazón y se deja llevar por los impulsos del grupo, termina siendo cómplice del desengaño, porque éste cierra los ojos y actúa como si la historia se tratara de un golpe de suerte, en vez de seguir las luces de la razón. Triunfo o fracaso son palabras relativas que dependen de la óptica de quien las mire, o de quien las experimente; más en cualquiera de los dos caminos es difícil precisar de manera objetiva las causas que nos llevó a tal estado, pues donde unos ven sólo errores, otros hallan virtudes. Si en el silencio de la habitación, frente al espejo, hacemos un mea culpa, veremos que no siempre son lo demás los causantes de nuestros males.

Buscar culpables para el fracaso del FSLN, y cerrar los ojos frente a sus errores, es admitir que ellos estuvieron bien durante los 28 años como gobierno o como fuerza opositora, mientras Nicaragua es uno de los países más pobres de América Latina, superando apenas a Haití y seguido de Bolivia: un país carente de empresas productivas eficientes, donde la desocupación bordea el 17%, el subempleo el 55%, con dos millones de personas viviendo en el extranjero, especialmente en los EE.UU. México y Costa Rica, cifra que se incrementó a partir de 1990, al terminar el mandato sandinista, cuyas remesas de dinero son el primer rubro de ingreso de divisas al país; con altos índices de violencia social, una gran acumulación de riqueza en pocas manos, como antes de 1979… mirando estas cifras me pregunto hoy si valió la pena la muerte de más de 50.000 personas en tiempos de la revolución.
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Antes de abandonar Somoza su hacienda llamada Nicaragua, él contrató un avión comercial para meter allí cuanto pudiera acompañarle a su nuevo hogar: Miami. Sus perros de raza, sus gatos, la cerámica de la dinastía Ming, la colección privada de los precolombinos mayas y nícaros (que luego terminaron en el museo de Washington, cerca a la Casa Blanca y donde deben ir sus verdaderos dueños para admirar hoy su historia), los oleos religiosos del siglo XVII, las piezas de orfebrería con incrustaciones de piedras preciosas… en fin, si Nicaragua hubiera cabido en las bodegas del avión, se la habría llevado, puesto que él consideraba a ésta como su propiedad; total, las autoridades aduaneras del norte, con una llamada superior, se hicieron los ciegos para permitir ingresar al país todo ello sin declaración alguna.

Fue el regreso de un lacayo rico y a la vez generoso que traía su dote –como boleto de entrada- para gastarlo en el país de quien por muchos años lo mantuvo en el sillón; más, cuando estuvo allí, una parte de la fortuna se gastó en la defensa -a través de un buffet completo de abogados- para evitar su deportación y evadir así las múltiples acusaciones de la justicia en Managua, cuando los demócratas, en su afán por ganar los votos de los emigrantes del sur, insistieron ante el congreso norteamericano que se lo debía juzgar por sus actos de corrupción y delitos de lesa humanidad contra su pueblo durante las décadas en el poder. Se le confiscó algunos bienes bajo la figura de haber estafado al fisco con falsas declaraciones de impuestos, las cuentas bancarias en EE.UU. fueron congeladas y esos dineros -sin que nadie pueda precisar una suma exacta- terminaron con el tiempo en la reserva federal del imperio y de allí salieron los 60 millones de dólares que la Casa Blanca entregó a Nicaragua para su reconstrucción, como una muestra de apoyo a la causa sandinista, pensando que con ello, a manera de coima, los miembros del FSLN iban a seguir las instrucciones de Washington, pero tal cantidad fue destinada para combatir la Contra (sin fiscalización alguna). Aún así, nadie tocó los otros dineros -que él y su padre acumularon durante las épocas al frente del gobierno: las cuentas del extranjero siguen en los calurosos bancos de Islas Caimán, o en las frías e intocables bodegas de Liechtenstein -a nombre de sus herederos.

La situación de aquel huésped en Miami se volvió insostenible, y cuanto más se demoraba en tomar una decisión el imperio, menos votos significaba para los republicanos, por lo que el régimen de Reagan facilitó la salida de Somoza al Paraguay, donde recibió asilo, como si se tratara de un perseguido político, para convertirse en huésped ilustre de su anfitrión: el sátrapa Strossner. Salió a la madrugada en su avión particular, con su esposa, sus perros, sin el botín que sacó de Managua y con una orden internacional de arresto. Así paga el imperio a sus lacayos. Noriega, Sadam Hussein, Deuvallier, Iddi Amin Dada, son algunos nombres apenas.
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El régimen sandinista ocupó mucho tiempo en disputas internas por el poder y no fueron capaces de unirse para enfrentar la grave crisis social, así como estuvieron durante las épocas de sublevación; a ello se debe añadir los actos de corrupción en el ejercicio de su mandato, nepotismo, abuso de autoridad, persecución y hasta cárcel para quienes no compartían sus ideales de perpetuarse en el gobierno (ante la hipocresía, el silencio de la izquierda internacional, de los grupos de derechos humanos, las ONGs, las fundaciones extranjeras que aportaban grandes sumas de dinero de países amigos orientados a la reconstrucción de Nicaragua. Según ellos, a un lado estaban los causantes de la miseria, a quienes echaban la culpa de los males del país –y tenían mucha razón, mientras que al frente estaban ellos cubiertos con la aureola de salvadores). Nadie responde hasta hoy por la utilización de fondos estatales sin dejar huella alguna de su uso. Se confiscó empresas, edificios pertenecientes a Somoza y sus colaboradores y, muchas veces, en lugar de volverlos centros educativos u hospitales, fueron casas particulares de algunos dirigentes del FSLN.

Ante la insatisfacción de su gente sólo fueron capaces de ofrecer promesas cargadas de demagogia. Se repartió los suelos –que fueron de los terratenientes somocistas- entre los campesinos, pero no se les brindó ayuda técnica, no se les enseñó a comercializar, no se les dio créditos para los cultivos, aunque se podrá argumentar que la mayor parte del presupuesto estuvo orientado a la defensa de la contraguerrilla, o que el embargo económico impuesto por EE.UU. hizo que disminuyeran los ingresos. Mejoró el sistema educativo, pero la juventud al terminar sus estudios, no tenía más opción que la militancia partidista, traducida en burocracia estatal. Se impuso restricciones a los medios de comunicación que no profesaban los ideales revolucionarios, acosaron a los grupos de oposición, no fueron independientes de la influencia de otras naciones, como Cuba o la ex URSS. El régimen manipuló la dirección de la economía para lograr un sistema que convine la iniciativa privada con las empresas públicas propias de una economía socialista. Controlaron los bancos, el comercio exterior, las aduanas, las telecomunicaciones, los puertos, sin permitir el acceso de capitales frescos y tecnología, provenientes del sector privado, a esos campos. Su fundamentalismo ideológico –con Daniel Ortega a la cabeza y un grupo de desplazados ideológicos- les impidió mirar más allá de la crisis en que estuvo hundido el país.

Como puntos favorables se puede decir que bajó la cifra de analfabetismo, la tasa de mortalidad infantil, se incrementaron hospitales y médicos, se extendieron grandes jornadas de vacunación… pero no se incrementó la producción –algo que sucede hoy en Ecuador, donde el gobernante de turno habla de todo, menos de trabajo- y así las buenas intenciones de los sandinistas no fueron suficientes para sacar a Nicaragua de su depresión económica y por tanto de su pobreza.
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Han pasado muchos años de ello, y he aquí el pueblo que vio emigrar sus hijos al extranjero, porque su casa se había convertido otra vez en una fosa llena de ratas y carroña; como en las épocas oscuras el pueblo al que se le azotaba y luego agradecido besaba la cruz y el látigo de sus verdugos, olvidó tales errores y eligió otra vez a Ortega como su presidente, ¡el mismo Ortega que fue echado del sillón presidencial hace 17 años! y que nunca aprendió el significado de las palabras solidaridad, desprendimiento, el que tuvo la oportunidad de convertir a Nicaragua en un país próspero, donde trabajo y justicia sean un mismo verbo de acción y no meros enunciados de campaña electoral, pero en vez de ello se dedicó a destruir a sus adversarios, a buscar las maneras de perpetuarse en el gobierno engañando a la gente que confió en él con subsidios y limosnas, maquillando cifras -en vez de sincerar los gastos de la administración, a fin de satisfacer su vanidad interior, igual sus esbirros y no entendió que el progreso, el desarrollo tocan una vez cada cien años las puertas de los pobres.

Fue acusado por su hija de abuso sexual (su entrega en el lecho amoroso adornado con pétalos de rosas e inciensos será la mejor contribución a la causa revolucionaria, confesó ella en una oscura sala de investigaciones, con fiscales nombrados por él -como cuota de poder durante el periodo de Arnoldo Alemán, luego de sufrir tales abusos desde los 12 años hasta cuando tuvo el valor de denunciarlo: a los 28. Perdió la causa, y ella tuvo que emigrar a New York, huyendo del acoso psicológico al que fue sometida antes y después del proceso) mientras él desde la oposición -que fue mayoría en el congreso durante 16 años- torpedeaba cualquier proyecto de ley favorable al país, convencido que si a Nicaragua le iba mal, él volvería pronto como su salvador.

Tres veces intentó llegar de nuevo al palacio de gobierno, luego de perder las elecciones en 1990, cuando lo más prudente habría sido renunciar a ello a fin permitir que nuevos personajes de la política asuman las riendas del gobierno, donde él no dejó más que desolación y miseria; pero tales engendros no sólo que son cobardes en su interior, sino que están llenos también de trabas emocionales, de ríos turbulentos que no han podido superar y para quienes el ejercicio de poder es una terapia intensiva, aunque agradable, de desintoxicación espiritual. Por ello cuidan sus sillones. Sin paz interior, sueñan e imaginan confabulaciones, viven en tinieblas rodeados de cuerpos de seguridad. Se empeñan en mantener al pueblo sumido en la ignorancia porque hacer lo contrario significa el ocaso de sus estelas, cuando en el tiempo del gran reloj sus vidas no son más que estrellas fugaces en la noche, asteroides que caen del cielo y desaparecen por siempre, sin que el universo se haya alterado.

Con sus ideas mesiánicas de ser los guías que un pueblo espera -en medio del desierto, sin ver la humildad de sus maestros o convencidos que pueden superar la grandeza espiritual de los mismos, son iguales a los cuervos que viven de carroña, a las ratas de alcantarilla que se alimentan de heces y no de la luz plena del día.

En las últimas elecciones del 2006, él renunció a su pasado revolucionario (lo que nunca fue), vistió camisas y pantalones adornados con motivos precolombinos, no el uniforme del guerrillero que echó del poder a Somoza, a su familia y ministros escoltados hasta el aeropuerto –cuando no- por un batallón de marines norteamericanos–, no las chaquetas verde oliva de los años ochenta que usó a diario, cuando manipulaba a capricho los destinos de la nación: fue el blanco del cristianismo manejado hábilmente por un grupo de asesores de imagen provenientes del extranjero. Así pidió perdón, durante sus recorridos en busca de votos, admitió los errores de su primera administración para -a llanto seguido- besar la cruz, bailar y cantar en la tarima electoral, rodeado de inocentes muchachitas en minifalda, mientras conversaba por celular –bañado en sudor- con empresarios de Wall Street, a cuyos representantes en épocas de turbulencia los expulsó del país, o llamaba a sus antiguos camaradas para pedirles –otra vez- apoyo internacional. Y el marketing, una perfecta manipulación de psicología de masas, cumplió su objetivo: ¡Ortega volvió al poder!

Pero seré yo quien deba juzgar aquella época sombría de Nicaragua, sino su pueblo; más, seguiré narrando de mi encuentro con Ernesto Cardenal. Ya Dietmar me había advertido de la llegada de éste a Europa y de la posibilidad de participar yo en el encuentro que ambos tendrían en casa del actor. Me aseguró que uno de sus objetivos era entregarle mi propuesta de trabajo. El poeta llegó a Zurich, Dietmar y su esposa lo fueron a recibir en el aeropuerto; yo estaba, por cierto, demás aquella noche, pues ellos no solo que tenían afinidades políticas, sino también una gran amistad y deseaban tener su espacio.

Fue un viaje de rutina. Él se encargaba de buscar ayuda económica para la causa sandinista en naciones de la todavía segmentada Europa -y no alineadas con la política estadounidense, para cumplir los proyectos de su nación, canalizándola a través de varias organizaciones –estatales o particulares, como Terre de Homes- de cara a las nuevas elecciones de 1990, en las que el gobierno sandinista –estaban seguros- iba a triunfar con facilidad. Y el viaje –esta vez- no era sino un adelantarse a los resultados en las urnas.

Dos días después de su llegada recibí una llamada de Dietmar: mi propuesta le había encantado al poeta. “Ven acá”, me dijo muy amable al teléfono, “que vamos a conversar contigo”. Fue allí cuando tuve la oportunidad de conocer a Ernesto Cardenal: un cura que irradiaba energía, confianza, seguridad, pero sobre todo sencillez, algo que a los intelectuales y clase política de estas regiones tropicales les falta aprender. Apenas si conversaron de literatura. Yo soy un seguidor de su obra, de su actitud frente a la vida, y esto él lo pudo percibir aquel día lluvioso de abril; por lo que hablar de tales emociones personales allí era inoportuno y más en momentos cuando la Contra nicaragüense había empezado a recuperar regiones donde los sandinistas no podían hacer presencia militar, el gobierno norteamericano declaró años atrás el embargo comercial y diplomático a Nicaragua y ello causaba serios estragos en la economía nacional. Un oscuro militar, cuyo nombre -Oliver Norton- suena a moscas y carroña, fue el encargado de triangular los fondos provenientes de la venta de armas norteamericanas a Irán (¡!) para financiar la guerrilla.

Sí, habían temas demasiado importantes como para dedicar ese tiempo al oficio vago de discutir sobre autores y libros: la lucha del pueblo nicaragüense estaba en peligro, unido a los errores del régimen sandinista, aún cuando el poeta intentase suavizar tal imagen y en cada conferencia o foro –de los tantos que debía asistir- explicaba los logros de la revolución, con igual vehemencia que en su libro Vuelos de victoria.

Dietmar en junto a su esposa en el tiempo de la vejez

La gira en Europa llegó a su fin y él volvió a su país, mientras yo tuve suerte de ser contratado para el montaje de la obra Kinder der Sonne, de Máximo Gorki y después para un revue musical llamado: Ende gut, alles gut (Un final feliz). En cuanto a mi proyecto, estaba planeado que yo iría al finalizar la temporada de presentaciones. Ellos me ofrecían al otro lado del mar comida y hospedaje, el resto de gastos iba por mi cuenta. Con el salario en mis manos que recibí del Schauspielhaus de Zürich, decidí tomar vacaciones en Asia, antes de volar a Centro América.

Fue la primera vez que volaba fuera de Europa. Bali fue mi paraíso durante tres semanas y también el infierno donde sufrí mi primera derrota ante la vida. Un día desperté en una blanca y con olor a desinfectantes sala de hospital, rodeado de personas que no hablaban ningún idioma conocido por mí: fui victima de cuatro convulsiones -de origen epiléptico- seguidas, lo que dañó de sobre manera mi cerebro. Allí permanecí seis días, sin visitas, adormecido y desconectado por completo del mundo. Abandoné el lugar y me refugié –por recomendaciones de una enfermera musulmana que chapuceaba algunas frases en inglés- en un hotel familiar en los alrededores de Kuta, donde tuve mucha suerte de entablar una amistad perdurable con la familia Asri, quienes en adelante, y sin dinero a cambio, me ayudaron a superar mi estado con paciencia: durante dos meses no pude caminar sin compañía por temor a repetirse las convulsiones. No recordaba –hasta hoy- muchos pasajes de mi vida, tampoco pude –o mejor, no me atreví tomar un avión por no despertar de nuevo en un hospital; así que decidí –no había otra alternativa- quedarme en la isla hasta superar mi dependencia de otras personas, lo que tardó seis meses.

En adelante no volví a ver a Dietmar o al resto de amigos en Europa, muy a mi pesar; aunque también tuvo sus ventajas, pues ello hizo reorientar mis objetivos. Nada es más peligroso que la nostalgia y yo no caigo más en sus redes.

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