Traduccion: Rafael Marcelo Arteaga
Japón es, en cuanto a servicios se refiere, algo así como un laboratorio del futuro del mundo. Visita a un país donde casi todo funciona -un poco mejor que entre nosotros.
El peor vendedor de Suiza trabaja en una tienda junto a la Bahnhofstrasse de Zúrich. Un día -frente a mí- observaba a su empleada de origen polaco como si fuera un oficial de seguridad suiza. Yo quería comprar un pullover antes de Navidad, cuando lo desdoblé para mirarlo, el tipo estaba de pronto a mi lado, me quitó la prenda de las manos y gritó: "¿No sabe cómo es un pullover?"
Días más tarde, en otro lugar, un jovencito vendía Dries van Noten y Helmut Lang, y al parecer las marcas era tan conocidas, que el no debía esforzarse mucho por atender. Mi amigo quiso probarse un abrigo y preguntó si habría un número más grande. El vendedor mordió levemente su labio superior, luego nos miró con desprecio y dijo: "Lo siento, no hacemos la talla L."
Podríamos decir que éstas son historias de la vida cotidiana, y hasta parece que nos hemos acostumbrado a tales humillaciones en Suiza, el país de los servicios, que a veces no nos molesta si la vendedora del quiosco -ordenando las monedas- tarda minutos antes de alzar la cabeza para atendernos.
Los empleados del banco, aunque lo prometen, nunca vuelven a llamar.
El personal del restaurante parece seguir las reglas de Al Pacino: "Pregunta de nuevo y mueres."
Los camareros y vendedores no están contentos con su profesión, porque ello no es su trabajo (al contrario de un artista o un profesor de yoga), y confunden su mal humor con frialdad.
Sobre todo aquellos locales donde el nivel de arrogancia no tiene proporción con la calidad y el precio de su oferta.
Largas esperas, tal si lo que pedimos recién lo fuesen a inventar.
Talleres que necesitan cinco semanas para componer una simple silla.
Y entonces uno piensa en Japón.
Perdido en la modernidad.
Sin duda es largo el viaje hasta Japón, pero después de unas horas, todo sucede en el país como en un sueño. Con elegancia, la azafata del tren sirve té y pastelillos durante el viaje del aeropuerto hasta Tokio. Nadie usa el teléfono en el vagón. Las conversaciones son en voz baja. Miles de pasajeros se mueven -sin toparse entre ellos- en la estación principal del tren. Nadie empuja, nadie presiona a los demás. No hay puestos de comida con el insoportable humo de la grasa entrando en las narices. No hay "eventos al paso", como en nuestras estaciones. En el pequeño Coffee Shop el mesero se disculpa por el retraso. No fue ni un minuto. La puerta del taxi se abre y un conductor con guantes blancos, me pide con voz amable tomar asiento en la fila de atrás. Yo estoy admirado del silencio que reina en el Distrito Metropolitano, donde habitan más de 34-millones de personas. Ningún auto molesta con la bocina. Los ciclistas circulan con el mayor cuidado ante los peatones en la acera. Algún dios japonés limpió el cielo y hasta purificó las olas de las fuentes en los parques. Ni siquiera tengo tiempo para cambiar mi reloj al tiempo local, cuando en medio de tantas inclinaciones y saludos, llego rendido a la cama del hotel.
Una sensación de completa levedad se extiende por todas partes, como Sofía en "Lost in Translation" de Coppola; sólo que mejor.
Y entonces recuerdo las advertencias de un antiguo amigo de aquí: "Es mejor no saber nada acerca de Japón, que saber poco."
Omotenashi
No es fácil explicar a un japonés lo que uno quiere. Y ello se debe quizás a que el primer error de la cultura occidental es no hablar claro desde el inicio.
La inclinacion de la cabeza en Japón no es un gesto de servilismo, sino una muestra de respeto.
Mr. Hitoshi Yoshida, por cierto, no tiene que responder a este dilema. Él nunca se atrevería a explicar lo que Suiza puede aprender de Japón en cuestiones de calidad y de servicio al cliente. Él es un hombre que prefiere morder su lengua en vez de juzgar libre y sin rodeos lo que es correcto o inadecuado.
Mr. Hitoshi Yoshida es vice-presidente de la línea de cosméticos Shiseido, un negocio gigante con 41.000 empleados y siete mil millones de francos en ventas. Él me recibe en la sede principal de la empresa, en el distrito Shinbashi de Tokio. Treinta segundos después de entrar en el edificio de Shiseido, me siento en un sillón, frente a una bandeja con tazas y te verde. Mr. Yoshida, traje negro y la línea del peinado tan preciso -como los filos de un cuchillo, escucha las preguntas sin perder la compostura. Europa y Suiza conoce bien.
En Japón se publicó un estudio en el que sus ciudadanos calificaban la amabilidad y el servicio de otros países: Suiza está en la parte inferior de la lista, y es de suponerse que Hitoshi Yoshida, como muchos japoneses, debieron en algún momento experimentar entre nosotros esas constantes y pequeñas insolencias en tiendas y restaurantes.
Si me permite, Mr. Yoshidasan, vamos al grano: "¿por qué en Japón el trato al cliente es tan perfecto?"
Mr. Yoshida abre los ojos, como sorprendido ante la pregunta. Transcurren algunos segundos hasta que al fin contesta: "¿Puedo contarle la historia de Shiseido? Entonces entenderá porque."
Es el relato de Arinobu Fukuhara, un farmacéutico que hace 110 años subió en un barco para ir a Europa. Su objetivo era asistir a la Exposición Universal de París con el objetivo de estudiar la superioridad técnica de Occidente frente a Japón. Era el momento de la re-apertura durante la Restauración Meiji, época en la que Japón despertó de su largo sueño feudal. "Buscad la sabiduría para salvar al reino", fue la frase del joven emperador Mutsuhito y bajo ese lema envió a sus hombres por el mundo a fin de traer los mejores inventos extranjeros acá. La era Meiji fue para el país un gran salto hacia la modernidad. Shinzo, su hijo, envió más tarde a Fukuhara a estudiar farmacéutica en Harvard; a su regreso, él abrió la primera tienda Shiseido en el barrio Ginza de Tokio.
"Usted debe saber", continuó Mr. Yoshida, "que nosotros debemos mucho Occidente." No sé si en sus palabras hubo ironía, pero si Japón no ha hecho otra cosa que aprender de Occidente, ¿por qué entonces la calidad de los servicios aquí son más altos que en Occidente?
"Omotenashi," responde Mr. Yoshida y pone sobre la mesa un librito rojo.
"Omotenashi," consta allí, es el concepto japonés de perfección y amabilidad. Significa también "bienvenido" y "escuchar con la mente abierta."
Una inclinación tras otra y estamos de nuevo bajo los castaños amarillos -al anochecer en Tokio. Más tarde preguntamos a una veintena de personas sobre el significado de "Omotenashi". Cada una dice algo diferente. Los japoneses son maestros del misterio.
Como os parezca mejor
En una sociedad de servicio total -como Japón, todo está orientado a hacer la vida cotidiana lo más simple posible:
La pequeña tienda del barrio está abierta las 24 horas. Allí puedes hacer depósitos también, pagos por correo, reservar un viaje, entregar tus camisetas a la lavandería, organizar tu cambio de casa.
Con la tarjeta del metro puedes pagar en la mayoría de tiendas y restaurantes cerca a la estación.
Lo que compres, si deseas, será enviado a tu hogar, a cambio de un pequeño pago.
Si alguna vez olvidas algo en el tren o en el taxi, puedes estar seguro de que al siguiente día lo recibes de vuelta en tu casa.
En ningún lugar das propinas para que te atiendan bien.
No necesitas contar el dinero del vuelto porque siempre estará exacto.
Los billetes se entregan con la imagen hacia arriba.
Los trenes son puntuales. Y si no lo son es porque justo hay un temblor o guerra.
Puedes leer en cualquier quiosco todas las revistas, sin escuchar un reproche del vendedor.
¿Llevar la tienda de campaña al monte Fuji? No hay problema, la empresa Yamato se la lleva a donde usted ordene.
En algunas tiendas consigues personal -a cambio de poco dinero- que se ocupe de tus hijos durante dos horas. Puede ser que tengas otras diligencias en la zona donde te encuentras.
Los asientos del baño están siempre calientes en invierno, algunos sonidos indeseables pueden ser disimulados con música.
Cuando llueve, puedes pedir prestado un paraguas en la estación de policía.
Allí puedes preguntar por una dirección si estás perdido.
El empleado estatal te entrega pronto los documentos solicitados. Él sabe que tu tiempo es precioso.
Te alegras porque las macetas en la calle nadie roba o destruye.
Dejas tu bicicleta en cualquier parte (permitida) y sin seguro.
Si quieres escalar el monte Fuji, pero no tienes deseos de cargar tu tienda hasta la cumbre, la empresa Yamato la lleva por ti. Trae y deja lo que tú quieras y en todas partes.
Las millones de máquinas expendedoras en todo el país cambian, de acuerdo a la temporada, de bebidas calientes o frías, incluso en el Fuji.
Hay pasta de dientes con sabor a sal.
Y hasta goma de mascar de acuerdo a tu grupo sanguíneo.
Siempre los mejores
"Los japoneses somos a menudo como niños", dice Saeko Okano, una economista de 24 años que trabaja en Daiwa Securities. Saeko tiene un rostro oblato -como una tabla de surfing, una mente aguda y una visión demasiado sentimental de su país. "Y como los niños, estamos seguros de que siempre merecemos lo mejor", añade.
"Y pronto," completa su novio Hirotsugu.
Los dos pasean -como cada sábado en la mañana, por las lujosas boutiques de Daikanyama. Hirotsugu es un hombre delicado, con peinado de pianista y algunas cualidades que, unidas, obran de un modo extraño en él. Estudió ingeniería mecánica en Karlsruhe. Vive de bebidas con proteínas. Su hobby es apretar una bola en sus manos. Le encanta James Bond de Daniel Craig.
El entusiasmo de los extranjeros por la calidad de servicios en Japón, responde Saeko, comienza con un "gracias" y una inclinación de 15 grados a modo de saludo; sin embargo, su análisis me parece un corte con espada de doble filo, como en la mejor tradición samurái: "Todo lo que el extranjero aprecia de Japón es resultado de la gran competencia en el mercado."
Los sindicatos allí carecen de significado. "Las empresas pueden exigir todo a sus empleados", agrega ella, sin un dejo de resentimiento o indignación moral. "Nosotros no podemos -ni debemos- planear una cita entre semana, por ejemplo. Uno nunca sabe si de pronto un cliente nos necesita." añade Hirotsugu.
En simples términos marxistas: no es la cultura lo que definió a la sociedad japonesa, sino las condiciones de producción.
Pero Saeko y Hirotsugu no son marxistas. Los dos creen, igual la mayoría de los japoneses, en la propiedad privada, en la familia y en el estado -como regulador de las leyes. Y como muchos, Hirotsugu y Saeko están orgullosos de su país. La economía japonesa, dice Hirotsugu, pese a estar insertada en el mundo, logró mantener sus tradiciones locales.
¿Quiso decir proteccionismo económico del país?
La conversación se vuelve tensa. Estuvimos alguna vez en Mitsukoshi?, pregunta él, cambiando de tema. "Es la mejor tienda de Japón", dice ella.
"Irasshaimaseeeeee!" Saluda el personal de la tienda al ingresar la clientela. "Irasshaimase es el mensaje de bienvenida sin respuesta. Pasamos frente grandes cristales con bancos de coral y seres de aguas profundas con mil ojos y patas, seguimos hasta encontrar más abajo la estación subterránea del metro (Mitsukoshi-Mae), el centro de las grandes tiendas, mientras se escucha cientos de saludos a nuestro paso. Abrigos y carteras se entrega al ingresar a uno de los tantos empleados que las grandes cadenas en Japón tienen para sus clientes -aunque no compren; mientras que en Suiza casi enviamos una carta de agradecimiento al gerente de la empresa, si tenemos suerte de encontrar un vendedor que nos entienda.
"Las empresas europeas y estadounidenses reaccionan siempre igual frente una crisis económica: ahorran echando personal", dice Saeko, mientras la mayoría de empresas japonesas hacen lo contrario: "Si los negocios van mal, hay que ofrecer a los clientes más comodidad, ¿no es así?"
Claro que ello afecta al presupuesto del personal, porque Japón no es un país barato; sin embargo, rara vez se escuchan quejas sobre los precios altos. -Las quejas no van con el espíritu japonés.
"En Mitsukoshi puedo simplemente no comprar y aun así sentir el placer de visitar las tiendas," dice Saeko.
Y ella lo comprueba. Se acerca a una vitrina con medias y selecciona, de modo cortés, un modelo de la colección suiza Fogal, blanco, con encajes delicados en la parte superior. La cajera recibe el billete con una inclinación. Pronto se oye el sonido de la maquina. Ella toma con ambas manos el dinero que será devuelto, por supuesto con la imagen en la parte de arriba: son billetes nuevos, huelen a tinta de la imprenta del Banco Central Japonés. Un servicio adicional de Mitsukoshi para sus clientes. Saeko nos muestra el dinero fresco en la mano: "¿No son hermosos?"
"¿Omotenashi?", Preguntamos los dos.
E igual que muchas japonesas, cubre con su mano la boca para ocultar su sonrisa.
Occidente quizás nunca lo va a entender.
Cultura de bolsillo
Así como los japoneses tienen esa levedad, los vasos del restaurante están siempre llenos, los platos del menú van y vienen como por arte de magia. Hay zapatos especiales para ir al baño. -Japón es un capullo apenas que se cierra en silencio.
En Izakaya, un bar en el distrito de Roppongi, Tokio, se sientan a la mesa Minori, Mami y Yoshitake, amigos de unos treinta años de edad, con títulos universitarios y empleo seguro. Vestidos de modo impecable. En una sociedad sin clases, el mínimo detalle revela su origen e identidad.
Minori, con los ojos grandes, tal un personaje de Manga, ha organizado el pequeño encuentro de civilizaciones entre Oriente y Occidente.
¿Por qué los japoneses son tan perfectos?
La pregunta está demás. Nadie interroga a un delfín por qué puede nadar tan bien.
"Un extranjero que escribe sobre Japón, puede no acertar." Advierte Yoshitake.
"En realidad es imposible", añade Minori.
"Incluso si hablas japonés," dice Mami. Estamos en calcetines sentados a la mesa, lo que nos brinda un toque acogedor durante la comida; sin embargo, sólo aquí se puede disfrutar de ese placer, debido a que los japoneses son inodoros -a acepción de los vagabundos y los extranjeros.
Un japonés adora consentir, se escucha una y otra vez. Para la mayoría de gente que encuentro, sin embargo, le es indiferente.
Mami trabaja en Red Bull, consorcio que al momento trata de conquistar el mercado japonés. Su crítica directa me sorprende: "El cliente tiene demasiado poder en Japón, un poder dictatorial", dice golpeando la mesa, que casi derrama su jugo de toronja.
"Con sus pretensiones de alto vuelo aterroriza a toda una sociedad." Ella se disculpa con vergüenza ante el camarero por aquel ex abruptus, como si acabara de encender el local. En Japón, incluso un cliente poderoso no debe perder la cordura.
"¿Así que no hay ninguna dictadura del cliente, sino una constante valoración del trabajo de los demás?"
Creí haberlo expresado en son de broma.
"Sí, aunque también." Dice ella. Una contradicción en japonés.
El camarero trae a Mami una nueva copa, no sin antes disculparse por tardar quince segundos en hacerlo.
"En japonés se pide disculpas con infinidad de matices," aclara Manga-Minori. El idioma, dependiendo del interlocutor, tiene sus palabras y acentuaciones. Esto delata de inmediato el tipo de relación: entre cliente y proveedor de servicios, entre superiores y subordinados, entre viejos y jóvenes. El lenguaje emplea un sistema en el que cada cual ocupa su lugar.
Yoshitake lo confirma. "Yoshi", llamado así por sus amigos, creció en Suiza y ahora es banquero en Tokio. Todavía habla un perfecto Bern-alemán, como Marcel Ospel.
"Con los clientes hay que hablar en Keigo, el lenguaje moral," agrega.
Aunque sus padres son japoneses y para oídos de extranjeros su pronunciación es perfecta, dos veces por semana acude a su oficina un profesor de idiomas, a fin de adquirir un tono mas refinado. Sus superiores no le permitieron acercarse a los clientes debido a su acento "poco convencional."
"En Japón hay que estar preparado para cualquier situación ", añade Yoshi y forma con los palillos un macramé. "Con una buena organización se puede evitar muchos problemas." Su afirmación ¿no marca genéticamente el comportamiento de cada japonés? ¿O es otra manifestación del "Omotenashi"?
Minori oculta su sonrisa con la mano.
Mami mueve las cejas apenas.
Yoshi revela el pequeño secreto de Estado: "Es cultura de bolsillo", dice. Un empleado japonés tiene instrucciones precisas ante cualquier situación posible. "Esta es una razón por la que todo funciona perfectamente." Y esto evita situaciones desagradables. Si ocurre un evento A, ello requiere un comportamiento, según el manual B y así hasta el infinito. Todo tiene su orden.
"Ahora puedes levantarte y atormentar al pobre camarero en tu lengua suiza-alemana", dijo Yoshi, "Y juro que en alguna página del manual para camareros consta cómo lidiar con un vagabundo suizo."
¿Y nuestro futuro?
Cuando uno se queda en Japón por algunos días, cae, inevitablemente, bajo ese fenómeno que podría ser descrito como una versión japonesa del Síndrome de Stendhal, dicho así en alusión al novelista francés. Una persona en tal estado padece ante los encantos de la belleza. Stendhal lo experimento en 1817 en Florencia. En la versión Tokio-2010 esta obsesión se manifiesta, por ejemplo, incluso en una visita trivial a un McDonald’s y que puede convertirse en un evento especial que usted conservará en mente.
Este "Japanismo"," tal la expresión de la gente en la calle, tiene su primer punto más alto a finales del siglo XIX. El lugar fue para muchos escritores y artistas (entre ellos Van Gogh, Renoir y Monet) el legendario reino de Mikado, una nación como obra de arte, donde la gente caminaba bajo los cerezos en flor durante todo el año. Algo de este espíritu conserva Sofía en el film de Coppola."
"Una película hermosa," dice el Dr. Heinrich Reinfried ", pero con poca luz para explicarnos lo que es Japón." Reinfried es especialista en temas de Japón y hay muchos extranjeros viviendo aquí que no conocen el país tan bien como él. La frase “el milagro japonés” le molesta desde hace tiempos. "No me creas un fan japonés, aunque tampoco soy lo contrario. En referencia a la sociedad de servicio total," dice él, "hay que analizar con mucha prolijidad las causas." Y a continuación me dicta un curso rápido de historia: "Durante la Guerra Fría se creó la economía japonesa -con el apoyo de EE.UU.- en contraparte con el mundo socialista, como prueba de que un país podría ser también capitalista sin crear desigualdad social. Y por desgracia este mito se mantiene hasta hoy ", dice Reinfried. La versión japonesa del capitalismo no es la misma versión de Norte América en ningún sentido; por otra parte, Suiza parece a los japoneses un país casi socialista. La carencia de recursos naturales movió a la nación a crear una sólida e inmensa industria sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial. Y esto sólo fue posible porque su población, como ninguna otra, ha sido capaz de adaptarse rápido a los procesos de producción mundial." Para Reinfried ésta es una de las principales razones para la alta calidad de los servicios.
¿Y por qué no se encuentra Suiza en igual situación?
"Suiza no tiene opción." dice Reinfried, convencido. "Mientras estos sean los principios de su economía, este será su desarrollo lógico."
"Estoy seguro de que Suiza trabajará en cincuenta años de manera similar a Japón."
Y uno no puede entender esto sino como un escenario de horror: entre las diez y once de la noche la estación del metro de Tokio sigue tan llena de gente como las redes de pescadores japoneses en los años cincuenta. Codo a codo, avanzan los trabajadores, estos modernos samurái de las oficinas, cansados, siguiendo el camino de sus hogares descuidados.
¿En qué piensan?
Honne y tatemae
"La mayoría de japoneses están muy orgullosos de su trabajo y siempre quieren dar lo mejor." Dice Martin Fluck.
Él también. El manager suizo de Oakwood Premier Tokyo Midtown es una bomba lleno de buen humor. Fluck es hijo de un ingeniero de Sulzer-, nació y creció en Kobe. Él camina lleno de vitalidad a través de los pasillos del hotel de apartamentos de lujo en Tokio, mientras me cuenta su historia. Se graduó en la Escuela de Hotelería en Lausana y lleva 24 años trabajando aquí.
"Escucha," dice él, mientras se sienta en la cama de su suite (cuyo arriendo mensual es de 500 000 yenes -algo menos de 6.000 francos-), "para quien conoce la ética de trabajo de los japoneses, difícilmente se podrá acostumbrar a las condiciones europeas."
¿Y qué piensa el dueño del un hotel suizo al respecto?
Él cree ser patriota. "No es lo mejor," lo admite. "En Suiza, a menudo, está permitido mostrar el estado de ánimo en público." Aquel: "Sorry, hoy no es mi mejor día" puede sonar amable entre nosotros, mientras que aquí, por demasiado honesto, nunca tendrá sentido. Esfera pública y vida privada están separadas de modo radical. La vida cotidiana es una función de teatro kabuki y los japoneses una nación de actores dignos de recibir el Oscar a la mejor actuación. El rol que cada personaje interpreta le enseña a distinguir entre sentimiento y pensamiento, llamado Honne, y la estructura externa y formal de una relación social, definido como tatemae. La relación Honne-tatemae se manifiesta en la manera como ellos -en la mayoría de los casos- afrontan las normas sociales y la armonía de convivencia con sus deseos y necesidades individuales. Honne y tatemae son conceptos teóricos que ayudan a los extranjeros -principalmente- a entender el país. Ningún japonés se atrevería a hacer una disección de su pensamiento así. El cambio y asimilación de un nuevo rol se realiza de modo automático y sin pensar mucho.
Yusuke Nonoyama, por ejemplo.
El lunes por la mañana él se amarra la corbata antes de subir al tren con dirección a Akihabara. Su Honne queda en casa. Él sabe que durante la semana, en su oficio de guía en la ciudad, pertenece a su empleador. Esto significa para él: "Me quedo en el trabajo hasta que el jefe vaya a su casa, aun cuando yo no tenga nada que hacer." Y significa también a sus 28 años de edad, "que cuanto hago debe ir por el camino de la perfección. "
Todo empieza con su ropa: traje gris a la medida, botas Chelsea, calcetines a rayas, un alfiler de plata en su corbata. En Japón, la fuerza de la belleza está en los detalles, como un edificio de Tadao Ando, o los escritos de Inoue.
Yusuke se pone sus gafas para el sol -pese a estar en tinieblas y camina bajo la luz de la luna a través de Ginza. Él habla de su vida antes de obtener su primer trabajo "verdadero", y uno se pregunta si aquel deseo de perfeccionismo a cualquier precio no es sino una forma de individualismo en una sociedad con alta presión para adaptarse o desaparecer. Durante su época de estudios, admite Yusuke, paseaba por la universidad como un gánster del hip-hop. El primer día de trabajo, sin embargo, debió cambiar de traje. Su nuevo rol lo exigía. Y él lo acepto.
Una vida para la empresa. Yusuke Nonoyama, de regreso a su casa.
Así como su pueblo aceptó la derrota del ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Los estadounidenses fueron mejores en la guerra, simplemente, y había que reconocerlo. El pueblo tiene una expresión para este fatalismo pragmático, shôganai, "no hay nada que hacer." Después de la Restauración Meiji, la nación se propuso -por segunda vez- en 1945 aprender de Occidente. Aprender cómo hacerlo bien y mejor que nadie. Japón importó y mejoró las mercancías y conceptos importados -a la vez. Ese fue el camino para recuperar su identidad y auto estima. Con mucho éxito. Después de la guerra, el país se convirtió -a la sombra de EE.UU.- en la segunda economía más grande del planeta.
"La perfección es como nuestro carácter nacional", dice Yusuke. Y de pronto estamos frente al Star Bar de Ginza. El quiere llevarnos aquí y allá, a todas partes. Cuando se quita las mascaras, la improvisación puede ser un riesgo. Una pequeña lámpara nos señala el camino hasta el fondo.
Y aquí viene la prueba y muestra del carácter nacional japonés: el barman -con traje smoking- toma un pedazo de hielo de un bloque de medio metro, cerca a la barra, y comienza a tallarlo sobre la mesa con un cuchillo de ballenas. Después de unos minutos, deja caer en la copa del coctel un precioso diamante de hielo personal "made in Japan." Yusuke recibe la sorpresa con alegría; al fin de cuentas, somos sus clientes en la compañía universal de servicios llamada Japón.
Él dice que su vida en el trabajo nada tiene que ver con diversión. El término "Enjoy it", no existe. Si alguien dice "Ganbatte" ("¡esfuérzate!"), la respuesta es siempre igual "hai, ganbari masu" ("¡sí, yo me esfuerzo!"). Y eso significa -en el caso de Yusuke: encontrar el error en uno mismo si alguna vez vez el cliente no esta satisfecho; ya que proveedores en Japón abundan, como nombres repetidos en una guía de teléfono. Historias -como la de Yusuke- podría asustar a más de un sindicalista suizo (o ecuatoriano). Él debe ser estar disponible las 24 horas -incluso si hay un contrato de trabajo que especifique el horario.
Su mayor horror personal son las visitas -con clientes- a bares privados, rodeado de viejos en busca de placer, baboseando a las muchachas y bebiendo sake.
Yusuke, por supuesto, nunca lo diría así. Él tiene que seguir adelante. Y lo acepta moviendo la cabeza.
La dedicación incondicional al trabajo tiene su precio. Las tasas de suicidio son altas, las úlceras estomacales causadas por el estrés son frecuentes. No hay una red de seguridad social. Quien cae a través de la malla, es abandonado. Cuántas personas en Japan Ltd. acaban locos debido a la presión, es motivo de controversia entre los psiquiatras locales. Yusuke sabe, por supuesto, de estos males colaterales. De vez en cuando él también sueña con llevar una vida -aparentemente menos estresante en el extranjero. Pero entonces asoma de pronto su fatalismo: "Yo doy a mis clientes sólo el servicio que yo he ofrecido" dice. Y esta categoría kantiana profesan -según parece- todos los japoneses. El barman acompaña a los huéspedes hasta la puerta de salida. Llueve fuerte sobre la ciudad. El tallador de diamantes desaparece y en pocos segundos esta de vuelta con dos paraguas para entregar a los clientes.
¿Omotenashi?
¡Por supuesto! Confirma Yusuke.
Al fin Viernes
Los japoneses prefieren pasar en casa durante el fin de semana. Y es que la cotidianidad del trabajo los ablandó tanto -dicho literalmente: como la pasta en agua hirviendo, hasta volverla muy blanda-, que en esos días se dedican a lo que consideran lo más hermoso de la vida, en el caso de Saeko y Hirotsugu: visitar tiendas y Sekksu suru (tener sexo).
En la mañana del domingo, los dos visitan el Gucci-Café, en Ginza y hablan de lo que el futuro probablemente les traerá.
¿Casarse?
Saeko se sonroja. -"Sí, tal vez."
El amor como diciplina: «James Bond» Hirotsugu Nishihara con su novia Saeko Okano en el Café Gucci, en Tokio
Hirotsugu quiere tener hijos, "más de uno", dice resuelto. En el 2009 fue " El Empleado del Año. Ni un minuto demasiado tarde, nunca enfermo. El despertador está siempre junto a su cama. Cuando se detiene frente él, piensa: "Ese soy yo."
Y sin embargo, ambos -como ocurre con muchos jóvenes japoneses, empiezan a tener pequeñas dudas en cuanto al sistema. De cualquier modo, dice él, quisiera seguir el mismo camino que la generación anterior. Lo que significa: subordinar su vida al trabajo, hasta ser uno de esos hombres que, bronceados la piel, acuden en las noches a los bares con arboles Bonsái, cerveza y pechos de mujeres, intentando reparar sus almas resecas.
Al anochecer Hirotsugu y Saeko pasean frente a las ventanas de los almacenes Hermès-Gucci-Prada-Rolex, de la calle Chuo -cerca al hotel de lujo, donde ambos se refugian cada fin de semana. Hirotsugu probablemente hará un par de flexiones en la habitación con vista al Fuji, antes de ir a la cama, junto a Saeko -con sus medias blancas de Fogal. El lunes por la mañana tomará el metro a Yokohama para presentar su vida a los clientes en una bandeja de plata -tal si fuera una feria. Antes de despedirse, Hirotsugu toma su bloc de notas y dice aquella expresión que solo puede sentirse en japonés y que revela la actitud de su gente. Escribe: Karôshi -"Muerte por exceso de trabajo."
*David Iselin es escritor independiente. Vivió y trabajo en Japón.
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